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Para recordar que estamos vivos

Con su inconfundible voz, Víctor Botas es uno de esos autores que no ocupan aún el lugar que por derecho propio les pertenece en las letras españolas; su rescatada 'Rosa rosae' nos lo recuerda de nuevo.

El escritor Víctor Botas (Oviedo, 1945-1994), en la playa asturiana de Salinas, en una imagen sin fechar.
M. Ángeles Robles

16 de agosto 2015 - 05:00

Rosa Rosae. Víctor Botas. Espuela de Plata. Sevilla, 2015. 432 páginas. 20 euros

El lector es un buscador de tesoros. Deambula por las páginas de un libro esperando hallar destellos de verdad y belleza. Bebe en las palabras de otros para encontrarse. Pero en muy pocas ocasiones la recompensa es plena, el hallazgo es completamente certero. Pocas veces el lector exigente siente que ha encontrado un lugar para quedarse, un espacio para incorporar a la memoria, un personaje que se convierta en un amigo valioso con el que conversar a solas. Con la novela Rosa rosae del desaparecido Víctor Botas (Oviedo, 1945-1994) sí ocurre: estamos ante literatura con mayúsculas, sin paliativos.

Poeta y narrador de personal e inconfundible voz, Víctor Botas es uno de esos escritores que todavía no ocupan el lugar que por derecho propio les pertenece en las letras españolas contemporáneas. No lo consiguió en vida pese a su valiosa y extensa obra poética (Poesías completas, Siltolá, 2012) y narrativa, que inició con Mis turbaciones (1983). Ni tampoco tras su muerte, a pesar de que su obra ha sido estudiada y defendida con esmero por autores como el escritor, crítico y profesor José Luis García Martín, amigo, además, con el que compartió tantas afinidades personales y literarias. Fue García Martín quien lo animó a publicar y juntos fundaron en Oviedo la tertulia literaria Oliver, en la que se fraguaron tantos y tan buenos autores.

Esta mala suerte como escritor, su gusto por la antigua Roma y su apasionada, cercana y viva voz narrativa, así como cierto tono canalla-erudito, nos trae a la memoria a otro gran escritor, en esta ocasión andaluz, al que tampoco le ha llegado todavía el reconocimiento debido: Fernando Quiñones, con quien el asturiano tiene más de una afinidad.

Sobre las aventuras y desventuras de la primera edición -en 1992- de Rosa rosae, de su prácticamente nula distribución, del tiempo que se ha llevado sepultada por el olvido de la maquinaria editorial hasta ser rescatada por Espuela de Plata, nos habla Juan Bonilla en el estupendo prólogo que precede a la novela. Pero, pese a explicaciones y conjeturas, seguimos preguntándonos por el curioso destino de una novela como ésta que, hasta ahora, no habían podido leer más que los pocos que tuvieron la fortuna de hacerse con uno de los escasos ejemplares que en aquel momento llegaron a contadas librerías. Durante más de veinte años nos hemos perdido las aventuras de Cayo Damnatus: romano contemporáneo de Augusto y Tiberio, amigo personal de Horacio y Virgilio; vividor y mujeriego comerciante, escritor y político en busca de reconocimiento. Vicios, todos. Virtudes, una sobre todas: su capacidad para contarnos su vida en esas memorias mentirosas y discontinuas llenas de detalles jugosos, coloristas descripciones y apasionadas reflexiones.

Rosa rosae es la novela de un escritor libre de prejuicios que no somete lo que quiere decir a ninguna regla establecida, a quien no le importa sacrificar ciertas convenciones literarias porque tiene meridianamente claro qué quiere contar, dónde quiere llegar. La estructura de la novela es, por ejemplo, un tanto peculiar. Botas recurre al conocido recurso de las memorias encontradas de forma fortuita: en este caso, un personaje que comparte nombre con el autor encuentra las memorias de Cayo Damnatus en la librería del centro comercial Les Halles de París. Sin embargo no se limita a traducirlas o transcribirlas: la narración está interrumpida por las interesantes y jugosas conversaciones entre Damnatus y sus copistas. A través de estas conversaciones, que interrumpen el hilo del relato, conocemos detalles adicionales de las peripecias de la vida del protagonista, comprobamos diferentes puntos de vista de un mismo hecho. El lector asiste atónito a cómo el protagonista del relato admite que exagera o miente a la hora de contar ciertos pasajes de su vida. Botas domina admirablemente los cambios de registros lingüísticos y coloca al lector en una posición casi de voyeur. Lo convierte en cómplice.

Sobre los valores intertextuales, referencias y citas de la novela nos habla Carmen Morán en el epílogo. Merece la pena no saltárselo. Hasta ese momento, el lector ha de bastarse a sí mismo para comprender lo oportuno de las citas anacrónicas, la viveza de las expresiones contemporáneas, la grandeza de un autor que conoce tan bien lo que se trae entre manos que no le importa desviarse del camino si con ello nos conduce al escenario deseado.

Rosa rosae plantea varios retos. El principal de ellos es la necesidad de un lector con imaginación, capaz de entender desde el principio que no estamos ante una recreación histórica, sino ante una historia personal en la que, como sugiere Carmen Morán, únicamente faltan nombres y apellidos que nos desvelen la tramoya. Si nos enfrentamos a ella como una novela histórica estamos perdidos, y, lo que es peor, nos la estamos perdiendo. Y no porque no sea lo suficientemente rigurosa sino porque, por encima de todo, es literatura. Literatura que es vida disfrazada de novela histórica, un cliché que se cae a pedazos, que queda absolutamente dinamitado por Botas. Desprovista de la cáscara de los lugares comunes, en Rosa rosae encontramos un relato íntimo lleno de lirismo, sarcasmo, ironía, perspicacia y desvergüenza. Una novela para vivir, una historia para recordar que estamos vivos, que Víctor Botas sigue vivo en estas páginas en las que no existe el cartón piedra, en la que todo se mueve, suena, huele.

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