ROSS. Gran Sinfónico 4 | Crítica
La ROSS arde y vibra con Prokófiev
Tulipanes rojos. Eduardo Jordá. Visor. Madrid, 2012. 70 páginas. 10 euros
Desde sus primeros libros, la poesía de Eduardo Jordá (Palma de Mallorca, 1956) ha ofrecido al lector una reconciliación con el mundo: el autor fija su mirada en el prodigio de los episodios cotidianos, apuesta por la luz pese a ser consciente, también, del dolor y las derrotas de la vida, y lo hace con la serenidad de quien sabe que no hay que alzar la voz ni caer en los subrayados para que el lector acabe conmovido.
Tulipanes rojos, la obra con el que ganó el IX Premio Emilio Alarcos, no es una excepción a esa poética rendida a la grandeza de las cosas, contenida en su celebración de ese portento. Los primeros versos ya anticipan esa disposición al optimismo: el poeta indica a su corazón que no se deje arrastrar por el desánimo y abra los ojos a la maravilla que le aguarda, de la que él es partícipe. "Escucha, escucha. / Estate alerta. / Hay un pájaro, un río, / y están dentro de ti. / El jardín del Edén / está dentro de ti", escribe Jordá.
La poesía del mallorquín registra a menudo la proximidad que la experiencia del hombre tiene con lo sagrado. Es frecuente en el imaginario del autor el instante de plenitud que trasciende lo efímero, el pasaje que por su intensidad invoca a lo divino. "Pero acaso algún día / alcancemos a ver / que estas risas nocturnas, / y el frescor de la noche, / y el susurro del viento, tan sereno / como un niño tocando el clarinete, / y las voces queridas / de los viejos amigos, / son nuestra eternidad, / la única eternidad que hemos merecido", apunta el escritor en Formentor, uno de los poemas del conjunto. Incluso la muerte, retratada en estas páginas, viene acompañada de la magia de lo inaprensible. En una de las piezas más emocionantes de Tulipanes rojos, en la que Jordá describe el entierro de dos cuervos que encuentra muertos en una casa de la costa de Irlanda, uno de los dos pájaros mantiene en sus ojos "una luz desconocida". "Y entonces vi que aquel cuervo era la hembra, / porque sólo una hembra / es capaz de mirar al infinito / sin miedo, y hacerlo suyo, / y guardarlo en sus ojos para siempre". La misma puerta al misterio se abre en El regreso, donde un rostro del pasado volverá a la vida en la mirada de la hija del autor. "Y a esa aparición inexplicable, / que duele y reconforta al mismo tiempo, / a falta de otro nombre más preciso, / la llamamos así, resurrección. / Y no es un cuento".
La belleza desempeña un papel fundamental en el viaje que emprende Jordá, pero el poeta es un hombre lúcido, consciente de la dualidad del mundo, que discierne que ese mirlo que le deslumbra con su canto es también un pájaro agresor que destruye los nidos, que juzga también que esos escenarios que la monotonía vuelve anodinos pueden mostrarse a veces con un insólito esplendor. "Qué extraña es la belleza (...)", advierte en el fragmento Sa Feixina, "...pasé más de cien veces por aquí, / de camino a Santa Catalina / o al cine Capitol. / Pasé más de cien veces por aquí. / Y sólo hoy la he visto".
En su obra, Jordá no tiene miedo de plasmar sus afectos, abordados siempre desde una honestidad que evita la impostura. Su lírica se acerca a la felicidad de lo doméstico -"...pero es justo ahí, en ese desván / o en ese sótano, / donde nos escondemos de las nubes que avanzan / y de la oscuridad / que se nos ha metido entre los huesos"-, pero también expresa las inevitables distancias con el ser querido, "la rabia de saber que no es posible / que algún día lleguemos a ser uno / -un solo cuerpo con una sola alma-". El amante se siente como un intruso en la vida de los otros, como alguien a quien le está vetado el sentido de la propiedad: "No existen adjetivos posesivos / para aquello que amamos. / Mis hijos, mi ciudad, mi amor, mi vida: / hablar así no es más que una falacia", reconoce Jordá en Paseo marítimo. A las ciudades, a la vida, observa el autor en Palma, un día de agosto, "tan sólo podemos reclamarles / unas pocas cosas: / la esquina en que sufrimos, / la fiebre de una tarde de febrero, / o el sudor en las manos temblorosas / del primer amor".
Con la misma sencillez con que afronta el testimonio de su vida, Jordá incluye en su obra referencias a creadores o personajes de la cultura que han dejado huella en su sensibilidad. Así, en Tulipanes rojos hay versos dedicados a Beryl Graves, la mujer de Robert Graves; a los pintores Brueghel el Viejo y Pieter Janssens Elinga, o a una fotografía de Carlos Pérez Siquier. Entre esas referencias destaca el historiador judío-polaco Emanuel Ringelblum, autor de la Crónica del gueto de Varsovia, un pensador cuya integridad le llevó a pedir a sus colaboradores, tal como cuenta Jordá en su epílogo, que fueran objetivos con los alemanes. "Si un soldado alemán se comportaba de forma humana con los judíos, esa conducta debía ser consignada en la Crónica", explica el autor, para quien "el deber de ser objetivos" que defendía Ringelblum puede considerarse como "una sutil definición de la poesía".
Tulipanes rojos, llamado así por un poema que Jordá dedica a un hombre con el que compartió unos días en Francia con motivo de un recital poético y que moriría poco después de aquel encuentro, articula así un recorrido en el que su creador refuerza su confianza en el ser humano. El lector termina el libro conmocionado por la claridad y la hondura de la propuesta, contagiado de la esperanza que transmiten sus versos: "Si te asustas, / un faro alumbrará el camino a casa".
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