"Ya recojo yo la sala"

Clásicos olvidados del siglo XX (IX)

Relatos como 'Una relación perfecta', incluido en el libro del mismo título, editado en 1991 por Salamandra, demuestran que, si Chejov tuvo un heredero en el siglo XX, fue el irlandés William Trevor

El escritor irlandés William Trevor (Cork, 1928-Devon, 2016).
El escritor irlandés William Trevor (Cork, 1928-Devon, 2016). / D. S.

William Trevor tenía la costumbre de sentarse en un parque a escuchar las conversaciones de la gente que estaba sentada cerca de él. Pero cuando consideraba que había atrapado los suficientes elementos para construir una historia –sin llegar al final– se levantaba y se iba. El resto lo dejaba para la imaginación. Y eso es lo que ocurre con este relato, Una relación perfecta, que apareció en el volumen del mismo título publicado por Salamandra. Trevor parece haberse introducido en la salita de estar de un apartamento de Londres donde viven Prosper y Chloë. Prosper, a quien su mujer abandonó varios años atrás, tiene cuarenta y muchos años y es profesor de idiomas en una academia. Chloë debe de tener unos 25 años y trabaja en una oficina. Los dos llevan dos años y medio viviendo juntos. Chloë había sido alumna de Prosper y la relación surgió cuando volvían juntos al centro después de clase. Desde entonces, Prosper ha sido una especie de Pigmalión con la insegura y acomplejada Chloë: ella se creía fea y provinciana, pero Prosper le ha demostrado que no lo es. La relación parecía perfecta, hasta que un día –justo cuando empieza la historia– Chloë le anuncia a Prosper que se va.

Se han escritos millones de historias sobre la separación de una pareja, pero un buen relato siempre parece contar esa misma historia por primera vez, como si nunca antes hubiera sucedido nada igual. En este caso, la historia de Prosper y Chloë, que cuenta lo que sucede en apenas una semana de sus vidas, se nos presenta sin grandes tensiones, sin gritos, sin aspavientos. Para ser la historia de una separación, todo se desarrolla en voz baja, como si los personajes no quisieran o no pudieran levantar la voz, pero es que la relación de Prosper y Chloë también ha discurrido en silencio, sin discusiones ni peleas, y por eso Prosper creía que era una relación perfecta. Si existiera un contador que pudiera medir el nivel sonoro de un relato, esta historia no pasaría de los niveles acústicos más bajos, sin ruido alguno.

Portada del libro.
Portada del libro. / D. S.

El relato se inicia con una frase de Chloë –"Ya recojo yo la sala. Es lo mínimo que puedo hacer"– que parece confirmar la rutina doméstica de una relación perfecta, aunque en realidad anuncia la disolución de esa rutina y de esa relación. Esa frase que no sabemos de dónde viene es el típico comienzo in medias res que tanto le gusta a Trevor, ese hombre que escuchaba a escondidas las conversaciones en el parque, o en este caso, en una salita de estar. "Ya recojo yo la sala", dice Chloë, y a partir de ahí, la historia se despliega en zigzag, con un movimiento continuo de vaivén hacia delante y hacia atrás. El lector tiene que ir reconstruyendo la historia previa de lo que ha ocurrido entre Prosper y Chloë, al mismo tiempo que va conociendo la historia lineal que se desarrolla desde el momento en que Chloë anuncia su partida. Esta técnica es muy arriesgada, porque el lector tiene que leer con atención y no perder detalle de nada. Pero Trevor se empeña en usar esta narración en zigzag porque está convencido de que la realidad –la existencia– nunca avanza en línea recta sino en zigzag. En la vida –nos viene a decir Trevor– todo son desvíos, interrupciones, extravíos, rectificaciones. Y además, Trevor quiere contar sus historias desde dentro de la conciencia de los personajes. La vida, nos dice, no es lo que sucede fuera, sino dentro de uno mismo.

Y para conseguir esto, el arte de Trevor usa dos procedimientos. Uno consiste en su diabólica habilidad para acompasar sus relatos al ritmo exacto en que avanzan los pensamientos de sus personajes, unos pensamientos que siempre fluctúan en medio de una maraña de contradicciones e indecisiones. Y el otro procedimiento consiste en dejar una parte sustancial de la historia en la penumbra. El secreto que explica el relato está muy bien camuflado dentro de la historia, pero no es fácil descubrirlo. El lector tiene que hacer un esfuerzo para encontrarlo.

¿Y cuál es el secreto de este relato? Veamos. Se nos dice que Chloë sabía que era feliz. Pero si era feliz, ¿por qué le anuncia a Prosper que se va y luego añade que va a recoger la mesa? Pues justamente por eso: porque ella está acostumbrada a recoger la mesa y porque su relación con Prosper ha sido siempre una relación de dependencia. Y encima, su relación estaba hecha de vacíos, de reticencias, de silencios. "Te quiero, Chloë", le dice Prosper a Chloë cuando ella se va, pero antes, cuando vivían juntos, Prosper nunca le había dicho que la amaba. Nunca, jamás. Y cuando ella vuelve, cinco o seis días más tarde, porque ha descubierto que le da miedo vivir sola, Prosper descubre otra cosa más: si la quiere, cosa que nunca le había dicho, ahora debe demostrárselo de verdad. "Uno comete un error", le dice Chloë como excusa cuando regresa tras su escapada. Pero él sabe ahora cosas que antes no sabía. Sabe que ella se ahoga con él. Sabe que ella es la que recoge los platos. Sabe que él ha dirigido la vida de Chloë como si siguiera siendo su alumna. Y entonces Prosper, de repente, lo ve todo claro. "No había sido un error", piensa. No, la escapada de Chloë no había sido un error. Y ahí acaba el relato. William Trevor se levanta y abandona la salita de Prosper y Chloë, y le deja al lector la tarea de averiguar qué va a pasar ahora para que la relación entre Prosper y Chloë llegue a ser, como parecía que era, una relación perfecta.

Una poética chejoviana

William Trevor (Cork, 1928-Devon, 2016) fue un hombre modesto, esa clase de persona que nunca dio que hablar. Nacido en Irlanda, en una familia protestante de la pequeña burguesía de provincias, se fue a vivir a Inglaterra. Varias de sus novelas y relatos fueron adaptados al cine. Sus personajes suelen ser gente gris que no parece tener nada que contar: curas, tenderos, solteronas, viudas, adúlteros en pequeñas ciudades de provincias, herederos de viejas familias arruinadas, alcohólicos solitarios… Si Chejov tuvo un heredero en el siglo XX, fue William Trevor.

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