El parqué
Caídas ligeras
Juan Jacinto Muñoz Rengel. Escritor
-¿Cuándo se le ocurrió por primera vez la idea de engendrar a Nikolaos Popoulos, el viajero griego del siglo XVI capaz de imaginarlo todo?
-La idea de hacer esta novela la tuve en 2002. Entonces yo vivía en Londres y escribía mi primer libro de relatos, 88 Mill Lane. Se me ocurrió hacer una novela histórica en la que convergieran los antecedentes de determinados iconos de nuestra literatura, todo lo que dio lugar a Frankenstein, Drácula y demás personajes. Comprendí que me tenía que ir necesariamente al siglo XVI para rastrear las leyendas sobre vampiros que han cundido desde entonces en los territorios balcánicos, a partir de las figuras históricamente reales de Vlad Tepes El Empalador y La Condesa Sangrienta. Mientras tanto, en Praga, se supone que transcurrían los hechos que dieron lugar a la leyenda del Golem; en este caso es una invención fantástica, pero el rabino Loew, a quien se considera su creador, sí es un personaje real. La cuestión es que en 2002 decidí inventarme un personaje que debía ser griego para que abarcara los mismos orígenes de la civilización occidental a través de la filosofía, la mitología, la tragedia e incluso de la ciencia-ficción, cuyos orígenes se remontan a mucho antes del nacimiento de Cristo. Pensé que un protagonista así resultaba idóneo para la novela que empezaba a armarse en mi cabeza. Por último, se me ocurrió añadir a Cervantes como otra figura central durante su cautiverio en Argel. Todo eso lo tenía ya en 2002. Pero me faltaba unificarlo todo de manera suficientemente flexible. Necesitaba una clave para que todo esto tuviera un sentido narrativo. Tenía un contexto histórico, pero carecía de una hipótesis fantástica. Algunos años después la encontré: Popoulos, que así habría de llamarse el protagonista griego, debía ser un hombre capaz de imaginarlo todo. Comprendí así que podía escribir una novela mucho más divertida y versátil, con mucho lubricante y con un personaje que en cada momento podría añadir lo que faltara a base de imaginación.
-Han confluido así en usted la labor del historiador y la del escritor de ficción. ¿Alguna vez entraron en conflicto?
-No. Son funciones distintas y por eso se complementan bien. Un historiador te puede contar los acontecimientos, pero no lo que pasó en cada momento. Son cosas distintas. Un historiador no dispone de herramientas para meterse en la cabeza ni en las emociones de nadie. Pero un novelista sí es capaz. En mi caso, me serví de la imaginación desbordante de este protagonista, que además ansía ser escritor, para meterme en la cabeza de todos sus contemporáneos y sacar a la luz todo lo que había quedado invisible, al margen de la historia; así como lo que no sucedió pero pudo haber sucedido.
-¿Reivindica usted entonces la literatura de ficción como medio para conocer el mundo, a pesar del apogeo de los géneros más realistas o directamente documentales?
-Los registros más realistas como la autoficción, incluso el ensayo histórico, han gozado de cierta hegemonía pero quizá empiezan a acusar ahora una incipiente decadencia. Tal vez ha habido un exceso de complacencia entre quienes lo cultivan, o se han dado demasiadas vueltas a ciertos temas. Pero lo que sí creo es que, al menos en la literatura española, no se ha llegado a comprender qué es la ficción, en qué consiste. Se ha jugado tanto a la doble realidad que hay mucha confusión en torno a las herramientas. Yo hago una reivindicación de la ficción, pero de la ficción más compleja, la que más quiere abarcar. La ficción lo es todo. La realidad es ficción. Cualquier hipótesis científica mantenida durante siglos también lo es, porque en cualquier momento puede dejar de ser útil al quedar superada por otra. Nuestra percepción sensorial es ficticia, y nuestra propia identidad también lo es: continuamente nos contamos, ocultamos lo que no queremos saber, camuflamos las imperfecciones incluso en el espejo, reinventamos recuerdos y olvidamos a conciencia.
-En cuanto a la ambientación histórica, ¿qué fue lo más difícil al escribir esta novela?
-El periodo griego bajo el poder otomano es muy difícil de recrear, en parte porque Grecia ha prestado grandes esfuerzos para olvidarlo. El solo hecho de poner nombre a una calle ya me generaba unas dudas enormes. Pero me he esforzado todo lo posible por darle una consistencia real, porque nunca he renegado de una vocación de historicidad. Pero insisto, a partir de esto hay que rellenar los huecos y contar cosas. Me interesaba mucho, también, presentar a Cervantes de otra manera, desde una perspectiva más humana. Precisamente, desde su empeño en reinventarse: durante muchos años, Cervantes fue un autor desconocido y ninguneado que en un momento dado decidió crear una imagen de sí mismo. Y a partir de ahí cambió todo. Eso me interesaba muchísimo. Fue él quien se definió a sí mismo como un héroe de Lepanto, y quien limpió su imagen durante el cautiverio en Argel para eliminar cualquier duda sobre su honorabilidad: ocultó una cierta tendencia sexual, su tartamudeo y otras cuestiones y proyectó una imagen de sí mismo propia de un héroe. Esta construcción, realizada desde la nada, únicamente a base de imaginación, delata un talento igual al necesario para escribir el Quijote.
-¿Se encuentra cómodo en un medio literario que considera incompatibles la exigencia y la literatura popular?
-El gran imaginador es una respuesta directa a ese escrúpulo. He procurado llegar hasta el final en toda la investigación pero en ningún momento he abjurado de lo lúdico. Muy al contrario. ¿Por qué una literatura exigente debe ser seria, por no decir aburrida? Me cansa ya toda esa literatura de escritores hecha para aburrir a escritores. Me interesaba divertir al lector porque yo he disfrutado mucho leyendo y quería llevarlo justo a esa emoción. Ésa es mi máxima aspiración. En la literatura de la imaginación caben desde ideas metafísicas borgeanas hasta elementos de ciencia-ficción, terror y otros géneros populares, pero siempre en virtud de un mecanismo dinámico, para hacer partícipe al lector de la aventura. Ésta es mi respuesta al prejuicio de la literatura española hacia los géneros populares. Hemos pasado muchos años en los que únicamente ha trascendido una literatura realista, con lo fantástico despachado como algo infantil sin más, cuando en Latinoamérica nos han dado por todas partes con Borges, Cortázar, Rulfo y todos los demás. Ha habido escritores resistentes en España como José María Merino y Cristina Fernández Cubas, que han trabajado mucho para mantener viva la llama. Mi novela es también un homenaje a ellos, con toda la metaliteratura que habría metido Cervantes pero, eso sí, desde la óptica del siglo XXI.
-En cuanto a lo lúdico, debió usted pasarlo en grande narrando una invasión extraterrestre en pleno siglo XVI.
-Sí, ciertamente lo pasé en grande. Pero había una contrapartida: tenía que explicárselo a los editores. Imagínate la situación, estás reunido con ellos, contando las claves de tu novela, les hablas de un viajero griego del siglo XVI, de Drácula, del Golem, del Monte Athos, de Cervantes y todo aquello, y entonces les dices: "por cierto, hay una invasión alienígena". ¿Cómo le sueltas eso a un editor? Te confieso que llegó a preocuparme y que en las primeras conversaciones procuraba camuflarlo un tanto. Pero no hizo falta: a los editores les gustó mucho la novela y decidieron apoyarme sin fisuras en el proyecto. Están muy contentos.
-¿Qué se puede escribir después de algo como El gran imaginador o la fabulosa historia del viajero de los cien nombres?
-En mi caso, algo corto. Tengo varias ideas y las escribiré todas, pero lo próximo que haga será más breve. Aunque sea por descansar.
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