Alba Molina | crítica
No lo es ni pretende serlo
Arte
Celebrar el quinto centenario de la muerte de Rafael no deja de ser irónico: ¿cómo rememorar la muerte de quien ha superado el tiempo? Eso pensaban Condorcet (1743-1794), filósofo y científico, noble y revolucionario, defensor de los derechos de la mujer, y Winckelmann (1717-1768), primer historiador del arte. Esas ideas persisten. Alientan a Ingres (1780-1867) que solo quiere continuar al pintor de Urbino. Es paradójico: Ingres, que así se reclamaba del pasado, influirá notablemente en Picasso.
La pretendida eternidad perjudica a Rafael más que beneficiarlo porque oculta la novedad y osadía de algunas de sus obras, como ocurre en El triunfo de Galatea, pintura al fresco de generosa dimensión (397 x 225 cm), la más célebre de Villa Farnesina, el palacio edificado por Matteo Peruzzi, entre 1506 y 1511, por encargo del financiero Chigi, banquero del Papa y destacado mecenas. Al adquirirla después el Cardenal Alejandro Farnesio, la villa se conocerá como La Farnesina.
La decoración del palacio (acabada en 1519) se centra en fábulas y leyendas sobre el amor: bodas de Alejandro y Roxana, mitos de Eros y Psique, y de la nereida Galatea. A recordar el Salón de las Perspectivas con los trampantojos de Peruzzi que muestran el panorama de Roma que se disfrutaba desde la villa. Peruzzi pinta también otros frescos pero la mayor parte se confían a Rafael y sus discípulos, entre ellos, un jovencísimo Giulio Romano. La historia de Alejandro y Roxana se encarga a Antonio Bazzi, El Sodoma.
La obra más potente es sin duda El triunfo de Galatea (1514). Al rechazar los requerimientos del cíclope Polifemo, se otorgan a Galatea rasgos casi divinos. Rafael da a la figura de la joven el ritmo de una espiral ascendente: el cuerpo se inclina levemente a la derecha, impulsado por los delfines que tiran de la concha donde se alza la joven mientras ella vuelve el torso, la cabeza y sobre todo la mirada hacia arriba a la izquierda. El velo que la cubre vuela también hacia la izquierda, arrastrado por el ímpetu del viento o de los delfines. Así, la figura de Galatea, aun permaneciendo en el eje de simetría de la pintura, traza potencialmente una diagonal desde el ángulo inferior derecho hasta el superior izquierdo.
Hay cierto aire sacro en la obra: las demás figuras, centauros y nereidas, viven apasionados romances, mientras Galatea tiene la mirada fija en el cielo. En esos años se habla de los tres caminos abiertos a los seres humanos: la política, el amor terrenal y la contemplación (filosófica, mística, poética). Todo individuo es un nuevo Paris: ha de elegir entre la seducción del poder (Juno), la pasión ante la ardiente hermosura de Venus y la que suscita la serena belleza de Minerva. Se celebra pues a Galatea porque enfila este tercer camino o al menos rechaza el mero instinto de Polifemo.
En el mito hay ecos de los tratados del amor, típicos de la época. Por eso no extraña que Rafael escribiera a Castiglione para explicar qué idea de belleza preside su Galatea. Rafael rechaza la noción normativa: como la belleza es difícil, precisa expertos capaces de reconocer sus fragmentos extraviados en la materia. Es la idea que alienta la fábula de Zeuxis en Crotona: al encargarle una figura de Helena de Troya, el pintor ha de buscar entre las jóvenes de la ciudad los cinco rasgos en verdad hermosos. Se supone que hay expertos en belleza que saben precisar esos rasgos. Rafael pensando, dice con humor, que hay tan pocos jueces certeros como mujeres hermosas, prefiere recurrir a cierta idea que tiene en la mente. Es una opinión valiente: evita reposar en el experto (los mecenas solían enviar a los pintores, con el encargo, librettos de especialistas) y decide seguir su sensibilidad y fantasía. La bella Galatea será pues la primera figura de mujer que brota del ideal del artista, como individuo, y Rafael anticipa al sujeto moderno y anuncia el fin de normas y preceptivas. Pero ¿es tan fácil el diagnóstico?
Siete años antes de El triunfo de Galatea y de la célebre carta, suele fecharse Santa Catalina de Alejandría (óleo sobre tabla, 72,2 x 55,7 National Gallery, Londres). Son los últimos años de Rafael en Florencia o los primeros en Roma. El cuadro debió ser un encargo de importancia a juzgar por el cuidado dibujo (58,7 x 43,6, Museo del Louvre) que parece precederlo. Tabla y dibujo poseen la misma estructura espiral que vimos en Galatea, parecida mirada al cielo, similar contraposto y algo más importante, la misma carga sensual. ¿Es otra rebeldía, un rechazo a diferenciar lo sagrado y lo profano? Gombrich propone una solución más sencilla: los pintores renacentistas (desde que Giotto embellece a las Madonna achinando sus ojos) buscan construir, no teorizar, una noción de belleza. Lo harán paso a paso, en estrecha relación con el espectador. No hay un rechazo del pasado, en virtud del juicio del presente, sino una búsqueda arriesgada pero a la vez satisfactoria. Quizá sea este el hilo conductor que va del dibujo y la tabla a la pintura al fresco, y de la bella santa a la hermosa ninfa.
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