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'Manual para mujeres de la limpieza'. Lucia Berlin. Trad. Eugenia Vázquez Nacarino. Prólogo Lydia Davis. Alfaguara (Madrid, 2016). 429 páginas. 20,90 euros.
Críticos, periodistas de la cosa, libreros, lectores voraces o lectores intermitentes... Todos dicen -decimos- querer a Lucia Berlin, quien sin duda se ha convertido en el fogonazo literario del año, en la escritora de este 2016 que ya agoniza y, por todo ello, en la autora del que podría ser el libro del año. Parabienes y buenas ventas no le faltan a los relatos reunidos en Manual para mujeres de la limpieza. Veamos.
Hay vidas muy vividas, itinerantes, intensas hasta el abuso. Hay vidas, por ejemplo, como la de la atractiva Lucia Berlin (Juneau, Alaska, 1936 - Los Ángeles, 2004). Una vida que a menudo se asoma a las barrancas de la existencia (alcohol severo, divorcios con hijos, drogas, detenciones policiales); pero que, sin embargo, también muestra lo que aquélla tiene de epifanía y compasión. Quiere decirse que lo que atrae de Lucía Berlin es lo que Stephen Emerson define en su introducción como una aurora de alegría, una celebración del mundo, pese a que el propio mundo suele mostrar su negrura para quienes transitan por él con pies planos y el paso cambiado.
Los 43 relatos aquí reunidos insinúan la peripecia geográfica y vital de la autora. Pero en literatura siempre conviene ser cautos con esto del binomio vida-obra. Decía Enrique Vila-Matas que cuando vemos que la vida y la obra se funden en la figura de un escritor, lo que conviene discernir bien es entre lo que acaba siendo falso (la vida del escritor) y lo verdadero (la obra). Lucia Berlin, tan comparada con Raymond Carver por el supuesto realismo sucio, reconocía que sus relatos eran en cierto modo autobiográficos. Pero añadía que sus historias eran alteraciones de la realidad, no así una distorsión de la verdad. Lo importante era la verdad de la historia. Nada más.
La infancia de Lucia Berlin estuvo marcada por el trabajo de su padre como ingeniero de minas (Idaho, Kentucky, Montana). Durante la Segunda Guerra Mundial convivió con su madre y su hermana en El Paso. Al regreso del padre de la guerra, la familia se fue a vivir a Santiago de Chile. Corrieron años de burbujas y postín social. En 1955 se matriculó en la Universidad de Nuevo México (estudiaría con el novelista español Ramón J. Sénder). A partir de entonces comienza la rueda de matrimonios rotos. Hasta tres, de los que nacieron cuatro hijos. Habría que contar con un cuarto matrimonio: sus últimos años los compartió pegada a un tanque de oxígeno, puesto que la escoliosis que padecía desde los 10 años le había perforado un pulmón (moriría de hecho de cáncer pulmonar con 68 años).
Entre 1971 y 1994 vivió en Berkeley y Oakland, escindida en variopintos oficios, cuyos avatares se traslucen en parte o en todo en los relatos (profesora, enfermera, administrativa de hospital, telefonista de centralita, empleada de la limpieza). Vivió en los 90 en la Universidad de Colorado y en Boulder como escritora residente (sus inicios como autora édita fueron tardíos). Siempre porfió con el alcohol. El cambio de siglo la pilló próxima a sus hijos, en Los Ángeles, si bien vivía muy sola, en una autocaravana, desde donde solía contemplar cómo se posaban codiciosamente los cuervos en un arce (léase Espera un momento). Siempre fue muy observadora, herencia que tomó de su desdeñosa madre (bebedora como la hija), lo que se tradujo literariamente de forma lírica, electrizante también, en sus relatos. "Las historias de Lucia Berlin son eléctricas, vibran y chisporrotean como unos cables pelados al tocarse". Lo dice la también escritora Lydia Davis, en el prólogo del libro.
¿Y cuáles son estas historias? Las hay variadas, itinerantes y desastradas, como la propia vida de la autora. Nos da pereza señalar un relato por encima de éste o de aquel otro. Vistos en conjunto, como conseguida antología, no parece oportuno señalar las piezas que a nuestro juicio merecen subir al podio (no ocultemos cierta preferencia quizá por Luto, Panteón de Dolores, Dentelladas de tigre o Estrellas y santos). Pero no hagan demasiado caso.
La religión (catolicismo frente al credo protestante), el recuerdo de aquella madre ingrata, la hermana que morirá de cáncer, la locuela familia materna de los Moynihan, la tentación del aborto, el alcoholismo, las relaciones fallidas, el ascenso levítico tras la caída... Si aceptamos el género tan francés de la autoficción, Lucia Berlin no oculta la turbidez de los personajes en los que ella se funde. Pero, volviendo a lo dicho, es la inteligencia, la generosidad alegre y natural con que ella misma se distancia de todo abismo lo que hace confiar al lector en la verdad de esta autora, de estos relatos en los que, por encima de toda sombra, sobrevive la epifanía. Por eso queremos tanto a Lucia Berlin.
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