Esa puta llamada Tánger
Clásicos olvidados del siglo XX (XII)
Pocas más novelas más grandes que 'La vida perra de Juanita Narboni' (1976) de Ángel vázquez se escribieron en español en la segunda mitad del siglo XX
La vida perra de Juanita Narboni pasó desapercibida cuando se publicó, pero hoy podemos decir que es una de las más grandes novelas que se han escrito en España durante la segunda mitad del siglo XX. Y es un milagro que una persona tan desdichada como Ángel Vázquez –un homosexual solitario y alcoholizado que nunca tuvo oficio ni beneficio– pudiera escribir una novela que tiene muy pocos competidores en la narrativa contemporánea. Si la comparamos con las novelas de Martín-Santos, o Juan Benet, o Cela, o Juan Goytisolo, la novela de Vázquez no ha perdido ni un átomo de verdad ni originalidad, mientras que las novelas de Benet y Cela y Goytisolo nos parecen acartonadas o demasiado pendientes de imitar la moda del momento. Incluso si la comparamos con las novelas de Carmen Laforet o Martín Gaite o Ana María Matute, La vida perra destaca por su absoluta modernidad, aunque esa modernidad siempre suene natural y no impostada. No hay nadie que hable como Juanita Narboni –con esa haquetía que reproduce el castellano de los sefarditas expulsados de España–, ni hay nadie que haya sabido atrapar el espíritu de una ciudad como hizo Ángel Vázquez con la ciudad de Tánger. Ni siquiera Marsé lo logró con sus novelas sobre Barcelona. Sólo La Plaza del Diamante, de Mercè Rodoreda, está a la altura de Juanita Narboni. ¿Cómo es posible que un pobre hombre atormentado por las tendencias autodestructivas lograra esa hazaña? Nadie lo sabe. De hecho, los escasísimos amigos de Vázquez se preguntaban de dónde sacaba la energía para escribir alguien que se pasaba la vida bebiendo en las tabernas de mala muerte. Pero el caso es que escribía: de noche, a escondidas, en el cuartucho miserable de una pensión de la calle Atocha. Y el resultado fue La vida perra de Juanita Narboni.
Hace tres años, paseando por la calle de los Siaghines, en Tánger, la librera Rachel Muyal me enseñó el local donde la madre de Ángel Vázquez tenía la sombrerería que en la novela sale retratada como la sombrerería de Marinita Medina. Era un local pequeño, estrecho, invadido por esa luz subacuática que parece haberse quedado atrapada en esos locales embalsamados por el tiempo. Cuando era niño, la madre del autor, que no tenía con quién dejar a su hijo, lo colgaba de una jaula de madera, a la entrada del local, y desde allí el pobre Vázquez oía los interminables chismorreos de las señoras –casi todas judías– que iban a comprar a la sombrerería. El asombroso lenguaje con el que Juanita Narboni cuenta su historia surgió de aquella jaula de madera. Y por supuesto, la desolación y la soledad de Juanita Narboni –que poco a poco se va quedando sola en Tánger, después de perder a su madre, a su hermana, a su padre e incluso a su criada marroquí– surgieron de esa especie de confinamiento aéreo en una jaula. ¿Cómo puedo un niño sobreponerse a algo así? Y encima, Vázquez vivió siempre solo en compañía de dos mujeres –su madre y su abuela– que tuvieron graves problemas de alcoholismo y que murieron medio locas. El padre de Vázquez, por su parte, desapareció un día y nadie volvió a verlo. La soledad de Juanita fue la soledad de aquel hombre inteligentísimo y sensible que amaba a Tánger más que a ningún otro lugar del mundo, pero que acabó expulsado de su ciudad cuando llegó la independencia de Marruecos y se encontró con que ya no tenía un sitio allí. ¿Puede extrañar a alguien que Ángel Vázquez no lograra ser feliz ni un solo día de su vida?
Eso explica que La vida perra de Juanita Narboni sea una desolada y hermosísima novela de fantasmas (la mejor novela de fantasmas de la literatura española): Juanita Narboni está sola en un caserón decrépito, en la Rue de la Plage que da al viejo cementerio judío, y se pasa la vida hablando con su madre muerta y recordando a todos los habitantes de la ciudad que se fueron o que ya murieron o que ahora se han convertido en muertos vivientes. "Esta ciudad que siempre estuvo rodeada de cementerios, ahora es ella misma un cementerio", dice Juanita al final de la novela. Pero lo asombroso es que la novela posee una estructura muy compleja, a base de fragmentos que van saltando en el tiempo y que acaban recomponiendo el mosaico roto de la vida de Juanita. Puede que Vázquez fuera un borracho patético, pero la forma de construir su novela sólo está al alcance de un verdadero maestro.
Narrada en forma de monólogo torrencial, la novela cuenta 60 años de la vida de una ciudad que había entrado en una decadencia inexorable, desde el esplendor cosmopolita de la Zona Internacional de los años 20 del siglo pasado hasta que se convirtió en una ciudad más del Marruecos independiente en 1960. La novela relata a saltos discontinuos la infancia de Juanita –en 1914 tiene unos 8 años– hasta su vejez a comienzos de los años 70, cuando ya roza los 65. El lector siente el paso del tiempo de una forma casi dolorosa. Y hay momentos en que parece que la decrépita casa de Juanita se le empieza a desmoronar sobre la cabeza. Leer este libro no es una experiencia agradable. Pero el lector no puede parar de leer. Está atrapado sin remedio por la voz de Juanita, de la misma forma que Juanita está atrapada sin remedio en una ciudad que ahora ya se ha convertido en una tumba. "Zarpé para no volver jamás a los brazos de esa puta llamada Tánger", le escribió Vázquez a su amigo Sanz de Soto cuando abandonó la ciudad. Puede que él abandonara a la puta. Pero la puta nunca quiso abandonarlo a él. Por fortuna para todos nosotros.
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