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Supongo que a estas alturas de la película no le quedarán muchas dudas al lector respecto a la finalidad o los criterios que rigen los Premios Goya, "la fiesta del cine español", cansina celebración anual del cine industrial de acuerdo a los votos de 1.400 profesionales de esa misma industria.
Los de 2016, la trigésima edición ya, llegan con buenas cifras en lo que respecta a la taquilla (17,8 millones de entradas) y la cuota de pantalla (19%) de 2015, en una inercia favorable que lleva ya instalada dos temporadas seguidas gracias al éxito masivo de torrentes, apellidos vascos y catalanes y demás fórmulas hormonadas de género, de regresiones a palmeras, auspiciadas por el nuevo modelo de producción transmedia diseñado desde los despachos de Atresmedia y Mediaset, en cuyas manos se encuentran hoy, salvo raras excepciones, las garantías para la popularidad y la viabilidad comercial de nuestro cine.
No parece, o eso nos avanzan, que este año vaya a haber fantasmas políticos en el horizonte de la gala, ni que tampoco vayamos a presenciar reivindicaciones furiosas contra el maldito IVA cultural o la piratería, a pesar de lo cual los siempre cachondos guionistas de El Mundo Today ya han empezado a calentar el ambiente: "El jurado de los Goya ya se ha bajado del torrent las películas que ha de valorar".
La broma tiene su gracia, y no precisamente porque la piratería afecte especialmente al cine español. Dice bastante, sin embargo, de las poco fiables dinámicas o criterios de los académicos a la hora de decidir las películas candidatas y/o ganadoras en cada categoría, y todo ello partiendo de los poco transparentes criterios previos (fecha y modo de estreno, por ejemplo) que determinan una primera lista de cintas seleccionables.
Hace unos días, en una entrevista concedida a RNE, el actor y cineasta Zoe Berriatúa, que ha dirigido este año su ópera prima Los héroes del mal, una película estupenda que ha pasado desapercibida y que por supuesto no opta a ningún Goya, declaraba sin tapujos que él mismo, académico desde hace años, no siempre vota, y cuando lo hace es apenas sobre las 10 ó 12 películas españolas (del casi centenar que se estrenan) que ha podido ver de ese año, todo un récord si se tiene en cuenta que muchos académicos "ven a lo sumo 5 ó 6 películas y votan de oído o lo que les ha recomendado algún amigo".
Más allá de las exageraciones, deducir que los Goya son representativos de la propia opinión de los profesionales de la industria es ya incluso bastante aventurado. Berriatúa señalaba también otro hecho constatado: son generalmente los títulos que pasan (y ganan) por los Festivales de Málaga y San Sebastián o aquéllos otros que se han beneficiado de una potente maquinaria promocional (o informativa, tanto monta) los que suelen llegar a la carrera final de las nominaciones.
Puede deducirse así que lo que va a parar a los Goya es, en realidad, cosa de muy pocos, fruto de grupos, familias y lobbies dentro de la profesión, de calculadas estrategias de promoción o de un cierre de filas corporativo que, en el mejor de los casos, cree estar haciendo un gran favor promocional a la imagen y la calidad del cine español dentro y fuera de nuestras fronteras.
Más allá de todo esto, que es y seguirá siendo así, como interminables y tediosas son y serán las galas, mientras nadie lo remedie, y más allá de las lógicas frustraciones cinéfilas que generan las ausencias (La academia de las musas, B, O futebol, Negociador, Las altas presiones) en las candidaturas importantes, estos Goya de 2016 vuelven a poner de manifiesto el ninguneo a la diversidad (creativa, de modelo estético o temático, de modelo de producción en definitiva) de nuestro cine y, de paso, un extraño regreso al pasado, a autores consagrados en baja forma o a modelos prescritos, como vía de huida hacia delante ante la ausencia de verdaderas apuestas de calidad (o consenso, el que, por ejemplo, tuvo La Isla Mínima el año pasado) a lo largo de la temporada.
Ni el filme de Isabel Coixet (Nadie quiere la noche), ni el de Fernando León de Aranoa (Undía perfecto), ambos encuadrados en la categoría de las producciones transnacionales para el mercado mundial a costa de la renuncia a la identidad cultural (y cinematográfica) propia, ni tampoco el de Daniel Guzmán (A cambio de nada), que resucita un modelo social-juvenil que tiene ya más de una década de caducidad, son títulos brillantes o sólidos, por no hablar de su escaso tirón en la taquilla.
La novia, de Paula Ortiz, viene avalada y sobreprotegida, como aquella Blancanieves de Pablo Berger, por el prestigio literario (¡Lorca!) y el aturdimiento arty de su engolada apuesta estética, mientras que Truman, de Cesc Gay, posiblemente la mejor de las cinco candidatas en liza, no pasa de ser una calculada comedia dramática que sabe manejar con astucia, que no es exactamente lo mismo que inteligencia, los resortes y vaivenes sentimentales (bien escritos, filmados de manera plana) que han hecho de ella una apuesta segura entre el público adulto. Que gane el mejor y que sea leve.
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