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El Pueblo y yo | Crítica
'El pueblo y yo. Un ensayo personal y visual sobre la España rural de 1981 visto desde la antípoda'. Antonio Javier González Rueda. Madara Editoras, 2020. Torredonjimeno (Jaén), 2020, 214 páginas. 19 euros
Es de sobra conocida la fascinación que ejerció Andalucía en los viajeros románticos que transitaron estas tierras desde el siglo XVIII, un deslumbramiento que derivó en un conjunto de imágenes que, simplificadas y sin contexto –como explica el profesor Alberto González Troyano en La cara oscura de la imagen de Andalucía–, surten la retahíla de tópicos, estereotipos y prejuicios que siguen condicionando, dos siglos después, la forma en que nos miran y nos miramos.
Y seguramente había muchas lecturas de aquellos viajeros –de Robert Graves a Hemingway, de Washington Irving a Gerald Brenan– tras la decisión del Ministerio de Educación de Nueva Zelanda de encargar un documental sobre los modos de vida de un pueblo de la Baja Andalucía con el objetivo de enseñar a los estudiantes de 8 a 12 años la cotidianidad de una población rural en sus antípodas. Ésta fue la razón por la que en 1981 John Tristram y James Wilson, dos directores reunidos bajo el sello Juniper Films que habían retratado juntos ya la vida en Samoa 10 años después de su independencia, viajaron hasta la sierra de Cádiz con un limitadísimo equipo de producción para grabar el día a día de una pequeña comunidad alejada de esa globalización a la que, ya con la muerte del dictador, España estaba determinada a rendirse.
Y lo más retirado de la gran urbe, entendieron los promotores del proyecto, era Villaluenga del Rosario, en la sierra de Grazalema, donde ya por aquel entonces se hablaba de su supervivencia, del abandono institucional, de aislamiento o del progresivo exilio de sus jóvenes, temas hoy en el centro del debate público, sólo que ahora, en una sociedad afecta de eslóganes y etiquetas como la nuestra, a este asunto se le llama la España vacía.
El resultado de aquella grabación, que se alargó durante dos meses y que se acompañó de una guía didáctica dirigida a la comunidad educativa neozelandesa, es una pieza audiovisual de 23 minutos de indudable valor etnográfico que hoy puede verse en Youtube. Titulada El Pueblo, la cinta, estrenada finalmente en Sidney en 1983, permaneció inédita en nuestro país hasta 2019, cuando se proyectó por primera en el escenario mismo donde fue rodado, esto es, el pueblo más pequeño y a más altitud de la sierra de Cádiz, célebre por todo eso que hace especial y pintoresca esta zona: sus fachadas encaladas, sus calles empinadas donde se comparte la vida, y por supuesto, lo sabemos bien, por su delicioso queso de cabra payoya, cuya producción artesanal también queda reflejada.
Lejos de dar por buena la tesis de Cernuda de que a los andaluces le gusta disfrazarse de andaluces, en la película no hay disfraces ni máscaras, sino verdad sin impostura que hace que los vecinos apenas perciban que la cámara los graba, tanta autenticidad –o falta de interés o explicaciones, vaya usted a saber– que estos hombres y mujeres nunca supieron que la estancia de estos guiris en el pueblo escondía más una intención antropológica que turística.
Así lo cuenta el investigador gaditano Antonio Javier González Rueda en El Pueblo y yo. Un ensayo personal y visual sobre la España rural de 1981 vista desde la antípoda, que podríamos definir como el relato de esta peripecia rural que protagonizan los neozelandeses, como fueron conocidos por los vecinos, en El Pueblo, el genérico tras el que se esconde hasta el final del documental el nombre de Villaluenga del Rosario.
Sus páginas, escritas a partir de un concienzudo trabajo de documentación y de recopilación de fotografías y testimonios, entre ellos el de James Wilson que 40 años después regresó a Villaluenga (John Tristram murió años atrás), se leen como una suerte de libro de aventuras en el que se vislumbra el tesón del autor para reconstruir la génesis del proyecto y la época a través de las voces de los que, 40 años después, guardan la memoria de esos días.
Como consecuencia, la mirada del autor ayuda a profundizar en la pervivencia de una forma de interrelación ancestral con espacios y agentes que se repiten en la vida de estos núcleos: el ayuntamiento y un alcalde que atiende 24 horas, el bar y sus parroquianos que se citan a la hora de la brisca, el cante que nace en las sobremesas regadas con los caldos de la zona, los festejos en la plaza de toros como modo de entretenimiento para toda la familia, los usos y costumbres de la venta ambulante, la alegría y los gritos de los niños que juegan en la calle o los ritos del cementerio reservados a la mujer. Como gran hallazgo, la película –y el libro se detiene especialmente en ello también–, atesora unas imágenes nunca antes vistas del desarrollo de la jornada electoral del referéndum del Estatuto de Autonomía, el 20 de octubre de 1981, tras la que, por primera vez, ondeó la verdiblanca en la fachada del Ayuntamiento.
Es indudable que El Pueblo y yo remite a esa literatura que ha indagado recientemente en estos temas a propósito del problema del vaciamiento las poblaciones de interior –La España vacía de Sergio del Molino o Un hipster en la España vacía de Daniel Gascón– y acaso también a lecturas pretéritas como Los santos inocentes de Delibes o La lluvia amarilla de Julio Llamazares, pero por encima de todo el libro que nos ocupa es un ensayo fascinado, en una primera persona que no ahorra experiencias y remembranzas, del investigador que dio con esta pieza audiovisual desconocida y del amor –porque a la tierra en la que uno es feliz, como a los hombres, también se la ama– de un gaditano rendido a envejecer en que el que es y fue su Pueblo.
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