"Me pregunté si podría ser otro escritor, y la respuesta es no"
Javier Mije. Escritor
Tras dos espléndidos libros de cuentos, el autor sevillano publica ahora, de nuevo en Acantilado, su primera novela, 'La larga noche'.
Javier Mije, autor de dos espléndidos libros de relatos -El camino de la oruga y El fabuloso mundo de nada-, onettiano impenitente y lector heterogéneo aunque por lo general admirador de los "aguafiestas" -así los llama él mismo- como Thomas Bernhard, es de esa clase de escritor que lo es por no sentirse "instalado con armonía en la realidad". Sus libros entroncan con esa literatura de la angustia que jamás busca complacer al lector, mucho menos reconfortarlo, sino más bien incomodarlo, aunque a veces, como ocurre con el majestuoso impugnador austriaco, de la oscuridad brote una forma de humor que es sobre todo una enmienda a la totalidad, pero humor en definitiva.
La larga noche, que ve ahora la luz en Acantilado como sus dos anteriores obras, es su primera novela. En ella, el narrador, un escritor perdido en las dudas sobre su propia capacidad, recibe el encargo de hacer el guión de una película sobre la resistencia de Madrid en los días de la Guerra Civil. El proyecto lo sumirá en una densa zozobra porque le llega de un viejo conocido que en el pasado amó a la mujer con la que él ahora comparte cama, rutinas y cada vez menos horizontes de futuro, pues la escritura del guión (o su tentativa) lo aleja de ella cada vez más, mientras él se hunde en su conciencia insomne, en un estado medio alucinado y de un pesimismo invencible -"esclavo de una imaginación enferma", se lee en el libro- que lo llevará a apartarse poco a poco del rumor de la vida precisamente en su intento de recrearlo.
-¿Se parece su relación con la escritura a la del narrador de La larga noche, esa lucha que casi siempre acaba en fracaso?
-Por supuesto. El narrador dice en un momento de la novela que no hay nada más fácil que escribir, que escribir es simplemente encadenar palabras y frases, pero no es algo con lo que yo esté de acuerdo. El mismo hecho de haber publicado en una década tres libros ya indica que no es un proceso que a mí me resulte fácil o ligero. Las historias se inician, se abandonan, se retoman, vives momentos de entusiasmo que no terminan de concretarse... y en ese sentido el libro refleja mi modo de escribir, sí.
-¿Cómo surgió la idea o la necesidad de conectar esa dimensión íntima, doméstica, tan de interiores que tiene la novela, con esa otra escala de la gran debacle colectiva de España en el siglo XX?
-Ese personaje histórico que aparece, Antonio Mije, era primo de un abuelo mío; fue diputado por el Partido Comunista, por el Frente Popular, trabajó con Pepe Díaz, el dirigente histórico del PC, estuvo en la Junta de Defensa de Madrid... En mi familia, que es de clase obrera-baja, no ha habido ninguna personalidad relevante y quizás por eso me llamó siempre la atención esa figura del primo de mi abuelo, que tuvo una vida tan aventurera: estuvo en el exilio, en París, en Moscú, en México... Quise rendirle ese homenaje. Y también quería ver cómo se incardinaba la vida real en la ficción. Cuando uno se pone a escribir no puede partir de otra cosa que su propia experiencia, que su propia memoria, como si la imaginación no fuera otra cosa que un fermento de la experiencia. Éste fue uno de los retos al escribir La larga noche, quería que fuera una respuesta a algunas preguntas: ¿cómo se escribe, de dónde surgen las historias, cuáles son nuestros límites como narradores? Porque a mí antes, cuando me decían que mis libros eran tan tristes, la verdad es que me inquietaba bastante, pero ya no...
-¿Por qué?
-La gente, la mayoría, no quiere recibir cosas tristes de la literatura, prefiere la mera evasión. Y yo, al situarme en ese frente, me cuestionaba por qué escribía cosas tristes. En el fondo, en La larga noche hay otra pregunta: ¿yo podría ser otro escritor, podría escribir otro tipo de historias? La respuesta es no. Si uno es auténtico, si sus fines al escribir son expresar honestamente lo que siente o piensa, uno no puede escribir otro tipo de historias. Le ocurre al protagonista, ¿no? Recibe un encargo muy específico, una historia con una vía positiva, de heroísmo, pero ahí no encuentra el narrador nada suyo.
-El narrador a veces hasta se reprocha a sí mismo ser tan cínico, tener una percepción tan descarnada de todo. ¿A usted escribir para qué le sirve, le reconcilia un poco con el mundo?
-Me sirve, yo creo, para ordenar un poco mi vida en torno a un proyecto que me hace sentir que estoy haciendo... algo. Algo que me gusta, que me interesa. La escritura en el fondo parte de un déficit de comunicación que hay en la vida ordinaria, de ideas, de sentimientos, de emociones o recuerdos...
-En la novela está esa idea, esa dificultad de llegar completamente a otra persona y viceversa. Y el amor es tan frágil y mudable que resulta casi imposible...
-El amor no se nos da bien. Quizá tenemos todavía una imagen muy romántica, muy idealizada de la pareja, y eso nos crea conflictos. La realidad tiene sus propias leyes, y son siempre menos espectaculares. En la novela hay dos parejas, y dos imágenes del amor: uno más platónico, que es el amor que tienen Almeida [el productor que le hace el encargo al protagonista] y Berta, un amor idealizado como un paraíso perdido porque no terminó de consumarse y por lo tanto nunca se corrompe ni sufre nunca el desgaste de la rutina como sí le pasa al narrador con ella.
-¿Cómo vivió el cambio, para no llamarlo salto, a la novela?
-Simplemente, encontré una historia que merecía un mayor desarrollo y también, seguramente, a mí me supuso un mayor compromiso. Y no, no lo he vivido como un salto, sino como un movimiento en horizontal en el mismo tablero, que es la narrativa. Ahora he hecho una novela pero seguramente lo próximo que haga serán cuentos, y no me siento mejor ni peor escritor en un género o en otro. Sí es verdad que la novela es el centro de atención de los lectores, por lo que te da más visibilidad, quizás no en los países anglosajones, pero aquí un escritor de cuentos todavía es percibido como un principiante o algo así.
-Siempre se le asocia con el mundo de Onetti, ¿cómo es su vinculación emocional con sus libros, y qué otros escritores entrarían en su canon personal?
-En Onetti encontré y encuentro una afinidad, él es uno de esos escritores aguafiestas, que te muestran un circo vital que no es muy agradable, aunque cualquier persona que haya vivido un poco no podría decir: uy qué horror, de dónde sacará este hombre estas historias. Me gusta esa valentía de meter el dedo en la llaga, de escribir sobre el desamor, sobre los farsantes, sobre aquello que la gente está dispuesta a hacer por dinero... Además, son cosas muy contemporáneas, ¿no? Al margen de eso, por supuesto, hay algo importantísimo: su lenguaje, muy elaborado, barroco a veces, muy faulkneriano; ese esfuerzo estilístico yo lo adoro. Bernhard era una persona muy cruda, pero a mí eso en realidad me divierte, me devuelve una imagen de la vida que me resulta también afín. Hay muchos... He tenido mi fase Ian McEwan, me gusta muchísimo Philip Roth, en general la literatura americana, que tiene algo que yo echo en falta en España, ese sentido tan crítico con su propia sociedad.
-Ya que habla de eso: en la novela el narrador es muy crítico, y muy claro, al hablar de Sevilla. ¿He mejorado o empeorado su relación con la ciudad?
-Ha empeorado [risas]... ha empeorado, sí. Me gustaría que fuera más laica, menos volcada en sus tradiciones, menos hiperbólicamente intensa en torno a todo lo suyo, menos despectiva, con menos rivalidades absurdas con otras provincias... Es una batalla perdida, ya lo sabemos. Yo, como todo el mundo, encuentro islas dentro de ella donde me encuentro bien, existe esa otra ciudad... Pero supongo que a los medios de comunicación les resulta fácil poner el foco siempre en lo mismo: miren, esto es lo que la gente espera. Esas inercias tan cómodas...
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