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En Caixafórum Sevilla continúa la actividad Cromatismos sonoros, una original propuesta en la que la música revoluciona el discurso de las exposiciones 

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Una de las salas principales de la muestra 'Colores del mundo'. / David Domínguez

Tarde de julio, la calor es sádica y caminamos por el puente del Cristo de la Expiración –quien por aquí camina también está entre la vida y la muerte, ahí, ahí-. En la calle apenas hay sevillanos, aunque por el río Guadalquivir, en una barcaza, discurre una procesión –de la Virgen del Carmen de Triana, nos indican-. Es curioso este fenómeno de lo cofradiero: no hay paisanos en la calle, pero sí hay procesiones. Es un poco como el manido verso de Bécquer –otro de aquí-: podrá no haber sevillanos, pero siempre habrá cofradías.

A nosotros nos han citado en la sede de Caixafórum Sevilla. Nos han llamado para conocer la iniciativa Cromatismos sonoros; una actividad, creativa y entretenida, que forma parte de la programación del centro cultural durante estos meses de verano. El propósito de esta historia es el siguiente: añadir música al contenido de las exposiciones, lo que le da mayor dimensión al asunto y, además, contribuye a ver la muestra desde un enfoque original.

La propuesta está ideada del siguiente modo: el visitante toma unos auriculares en cuyos cascos hay ruedecita con tres pestañas. Según selecciones una u otra pestaña, suena una u otra lista de canciones. Está la lista azul, que incluye melodías que te relajan, un poco como si estuvieses en un trance espiritual –como un santo urbano en bermudas-; luego está la lista roja, donde te sientes actor en un videoclip de un grupo pop de los noventa –El Canto del Loco, La Oreja de Van Gogh, eso-; y por último está la lista verde, con sus músicas folclóricas y de países exóticos.

Algunas de las fotografías que se pueden contemplar en la muestra 'Colores del mundo'. / David Domínguez

La exposición que visitamos en esta experiencia –perdón por la palabra recurrente, pero así nos entendemos- del cromatismo sonoro fue Colores del mundo. Entramos por el edificio del Caixafórum, bajamos las escaleras, sacamos la entrada y pasamos a la sala. Allí nos preparan los auriculares y nos dan una serie de pautas para disfrutar la visita. También nos piden el DNI –que lo devuelven al entregar los auriculares-. Un hombre, padre de familia, no encuentra su DNI. Mira en la cartera, mira en el bolsillo, mira a los niños. La madre mira al padre. Este pregunta: “¿Vale el carnet del Sevilla?”. “Por supuesto”, responde la chica que nos recibe a la entrada. Sin duda es un documento que aquí identifica. Quizá más que el DNI.

"El propósito de esta historia es el siguiente: añadir música al contenido de las exposiciones, lo que le da mayor dimensión al asunto y, además, contribuye a ver la muestra desde un enfoque original"

Colores del mundo –hasta el 12 de enero en Caixafórum Sevilla- nos descubre una nueva forma de ver nuestra naturaleza, países, culturas. Y también revela una nueva manera de ver los colores. Todo a través de espléndidas fotografías. Sugerentes, magnéticas, preciosas. En este contexto, en estas salas, los visitantes pasean con sus auriculares –iluminados en sus cascos con el color de la playlist seleccionada-. Color en el interior del Caixafórum; calor en las calles sevillanas.

El blanco es el protagonista en la primera sala de la exposición Colores del mundo. En nuestros auriculares elegimos la playlist roja –blanco y rojo, en homenaje a nuestro padre sevillista- y de repente eres Amaia Montero dándolo todo en las emisoras de 1999. Observamos una de las imágenes expuestas. Leemos la descripción: se trata de “cuatro hombres musulmanes” que “rezan a Alá junto a una máquina de guerra y munición en las remotas montañas nevadas del Himalaya”. Es una foto que sobrecoge. La arrogante nieve de la montaña, la munición, la guerra, la oración. Es un instante lejano. Lejano de nuestra ciudad y lejano de nuestra circunstancia; es decir, escribir una crónica de una exposición en Caixafórum Sevilla. Con unos auriculares puestos. Sintiéndonos en un videoclip de Dani Martín en un verano de 2003. Esta escena merece un análisis breve: unos hombres se juegan la vida en una guerra, abandonados a su suerte, en una coyuntura durísima, y un final para esta situación es que otro hombre escribe de ellos en un edificio con aire acondicionado. Es todo tan absurdo. Pero estas reflexiones –estos apuntes intensos y nimios que pasan por nuestra cabeza- las interrumpen unos niños, casi preadolescentes. Estos niños identifican el Himalaya. Señalan aquí, señalan allá. Uno en la treintena aún no termina de orientarse.

La tarde de julio sigue con sus calores, sigue con su procesión por el río Guadalquivir. Nosotros seguimos viendo paisajes conmovedores, tigres elegantes, hombres en la guerra, un atardecer que nos hipnotiza. Seguimos viendo niños que identifican el Himalaya. Estos niños casi preadolescentes que saben definir el fenotipo, que saben resolver ecuaciones de segundo grado, que saben hablar de Mesopotamia. Nosotros no sabemos qué vamos a cenar.

La música de los auriculares nos da una renovada visión de esta muestra –original iniciativa-. Hemos puesto el oído para ver el mundo. Salimos de la sala. Regresamos por el puente del Cristo de la Expiración, y casi expiramos. De los colores del mundo a las calores de Sevilla. Ten piedad, Virgen del Carmen. 

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