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Artistas bajo la carpa: perplejos
DICEN quienes entienden de estas cosas que la de Fernando Ortiz es, ante todo, una poesía moral; entendiendo por ello una poesía que reflexiona en voz alta sobre la condición del hombre; sin remitir -a diferencia de alguno de los poetas "metafísicos" por los que se interesó, como el romántico Tassara- a ningún esquema trascendente... La crítica literaria es quizá el género periodístico que más se ha dejado contaminar por otras modalidades de escritura; y son estas contaminaciones -de la filología, de la filosofía, de la prosa científica- las que más dificultan su necesario regreso a la realidad en ocasiones como ésta, cuando de lo que se trata es de hacer balance de la valía de un poeta en el delicado momento en el que la justa apreciación literaria se alía al inevitable dolor humano por su muerte.
¿Fue Fernando Ortiz un "poeta moral"? ¿Y qué significa eso? Desde luego, no que impartiera doctrina en sus poemas, ni mucho menos que desde ellos sancionara la bondad o maldad de los modos de vivir del prójimo. Cuando un poeta hace esto último, deja de ser poeta y se convierte en otra cosa; en algo, incluso, que no resulta demasiado honroso cuando lo que se defiende coincide con esa otra entelequia que llamamos "la moral reinante". Nada más lejos del caso. Fernando Ortiz fue un gran disconforme. Lo era en la conversación, lo era en su opinión escrita -ahí están, para demostrarlo, sus artículos periodísticos- y en sus reflexiones literarias. Y lo era, sobre todo, en su poesía. Le tocó vivir una época que tuvo mucho de desaforado carnaval: el correspondiente a un país que en pocas décadas sale del subdesarrollo y se embriaga de su condición de nuevo rico al que estorba todo lo que no tenga el brillo de oropel de su recién lograda fortuna. También el mundo de la cultura perdió momentáneamente el norte en esa vorágine: cualquier efeméride se convertía en ocasión de negocio. Fernando Ortiz supo detectar y denunciar esos tristes tráfagos; y, si pudo hacerlo, fue porque, como poeta, se mantuvo siempre al margen de las querencias gregarias del oficio. Hizo la poesía que le cuadraba: el retrato de un hombre contradictorio y cabal, capaz de alzarse sobre sus debilidades para ofrecer una imagen cumplida de sí mismo en los diversos trances morales -aquí sí creo que resulta oportuna la palabra- que le tocó vivir.
Basta hojear su último libro, Plática, para comprobarlo: al lado del poema extenso de altas miras -el que da título al libro-, otros de apariencia ligera, pero plenos de verdad humana: por ejemplo, el desenfadado soneto en el que da cuenta del conjunto de enfermedades que terminó por llevarlo a la tumba: "Era un poeta al que le dio un infarto / que le dejó partido el corazón…". "¿Cómo es que bromeas con esas cosas, Fernando?", le pregunté en una de las conversaciones telefónicas que mantuvimos en los últimos meses. Por lo mismo, me dijo, por lo que en otros poemas a lo largo de toda su vida había querido ofrecer al lector su flanco más débil. No ocultó nunca esa debilidad esencial, por la que se hizo querer incluso por quienes temían el lado más áspero -por sincero- de su carácter. Exigente y puntilloso -no olvido las decenas de advertencias que me hizo hace apenas unos meses a raíz de un artículo suyo que, por mi conducto, llegó a las páginas de un periódico gaditano-, aplicó ese rigor a su propio retrato, que es también su mayor y más intenso legado poético. Y su más incontestable lección moral.
Ortiz con los poetas Rosa Díaz y Javier Salvago.
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