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Publicaciones | Feria del Libro Antiguo y de Ocasión
Como informó en estas páginas Luis Sánchez-Moliní, en un oportuno artículo donde reivindicaba el espacio de la Plaza Nueva y su lugar en la memoria sentimental de varias generaciones de lectores, la Asociación de Amigos del Libro Antiguo ha sumado este año a la habitual publicación con la Universidad Hispalense, Apuntes sevillanos del natural del cronista Manuel Chaves Rey, la de un sugerente fotolibro de elegante diseño –a cargo de Los Papeles del Sitio– que ha visto la luz por iniciativa de José Manuel Quesada, el librero de Alejandría y de nuevo director –ya ejerció la responsabilidad en años anteriores– de la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión que cierra hoy su edición XLVI y es por lo tanto algo más veterana que la Constitución conmemorada. Prologado por Juan Bonilla, a quien se deben también los preliminares de las secciones dedicadas respectivamente a librerías, ferias y mercadillos, La plaza de los libros recuerda, ya desde el propio título, al volumen que publicó hace un lustro la misma Asociación bajo la coordinación del propio Bonilla, La calle de los libros, sólo que en esta ocasión la corriente infinita que entonces atravesaba naciones y continentes se ciñe a una única ciudad, Sevilla, cuya plaza mayor se convierte todos los otoños en objeto de peregrinación de los bibliófilos y verdadero lugar de la memoria.
Como afirma el prologuista, la costumbre de las casetas de libros en la plaza pública se ha convertido en rito, vinculado a una estación que quizá no ha suscitado tanta literatura como la primavera, pero contiene también sus gozos entre los que la arquitectura efímera de los puestos, la pesquisa detenida, el reencuentro con personas y personajes, dentro y fuera de los libros, ocupan un lugar especialmente evocador, teñido de melancolía a medida que pasan los años –el breve epílogo de Fernando Iwasaki vale por un canto de homenaje a las librerías perdidas– y a los estragos de la edad se unen las ausencias. Vemos por ejemplo el retrato de Rebecca Buffuna que ilustra el cartel de este año y recordamos la desaparecida e inolvidable librería Trueque, una de las muchas que nos acompañaron en la juventud y ya sólo existen en el recuerdo, partes de una geografía fantasmal que se corresponde con la ciudad que habitamos pero a la vez es distinta, no diremos mejor, aunque sin duda lo era en algunos aspectos. En la era de internet, a la que por lo demás deben buena parte de su supervivencia las librerías de lance que se han mantenido desde entonces o comenzaron luego su andadura, recorrer los mostradores o los estantes no virtuales se parece mucho a un viaje en el tiempo, teniendo además en cuenta que, como bien dice Bonilla, “en una época en la que la mayor parte de las librerías convencionales ofrece lo mismo, las librerías de viejo se han convertido en las nuevas librerías de fondo”.
Más que detener el tiempo, precisa también el prologuista, en un texto donde desmiente otros lugares comunes como el que asocia la pasión por los libros a un hábito de pudientes exquisitos, cuando de hecho pocos resultan tan asequibles, lo que hacen las fotos es sugerir que transcurre a velocidad de vértigo. Y así lo vemos en la “cabalgata de imágenes” que se distribuyen en las tres secciones mencionadas. La mayoría de las fotos incluidas datan de épocas recientes y en ellas aparecen los libreros habituales de la Feria y algunos rebuscadores y bibliómanos reconocidos –los mismos Bonilla e Iwasaki, Alfredo Valenzuela, el también fallecido Chus Cantero o Manuel Moreno Alonso–, pero las hay asimismo de tiempos pasados como el magnífico retrato de don Ramón Carande en la librería internacional Lorenzo Blanco, a comienzos de los sesenta, o los de los jóvenes Juan Antonio Rodríguez Tous y Manuel Barrios Casares, artífices de la revista Er, en una presentación celebrada en la Antonio Machado de los primeros noventa.
Entre las más antiguas, son las fotografías protagonizadas por lectores o paseantes anónimos las que tienen mayor calado sociológico, tanto las de la Feria como las del mercadillo de El Jueves, maravilloso fósil viviente que merece ser preservado a toda costa. Aparecen en ellas las sillas de hierro de cuando la plaza era lugar de encuentro y tertulias improvisadas, antes de la monstruosa multiplicación de los veladores, y trazas de una vida provinciana que nos transporta a la que conocimos de niños. Dentro de no mucho se celebrarán los cincuenta años de la primera edición y cabe desear, como apuntaba Sánchez-Moliní, que el escenario de la cita de todos los otoños siga siendo el mismo de siempre. Más que por la celebración de eventos rutilantes, la calidad de vida de una ciudad tiene que ver con la perpetuación de los espacios que nos hacen mejores.
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