Los pinceles y las Luces
El intelectual búlgaro Tzvetan Todorov analiza en 'La pintura de la Ilustración' cómo Hogarth, Chardin, Goya y otros grandes artistas fijaron y matizaron las ideas que construyeron la Europa moderna.
La pintura de la Ilustración. Tzvetan Todorov. Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2014. 216 págs. 39,90 euros.
Tras estudiar la pintura flamenca del Renacimiento y la holandesa del siglo XVII, Tzvetan Todorov ha fijado su atención en la Ilustración para insistir en la estrecha comunicación que el arte mantiene siempre con el pensamiento de su tiempo. El resultado es un fascinante libro donde el lingüista, crítico literario y filósofo búlgaro nacionalizado francés aplica herramientas de análisis de la historia del arte y de las ideas para enseñarnos el modo en que las obras de arte han condicionado nuestra sensibilidad y visión del mundo.
La Ilustración, contemplada a menudo como un episodio bisagra de la historia europea, es para él un momento de cambio radical entre el mundo antiguo y el mundo moderno, ese período en que los pequeños cambios acumulados durante mucho tiempo se precipitan hasta culminar en una nueva mentalidad que decide y fija nuestra identidad actual. "Tanto si somos partidarios de la Ilustración, como si somos adversarios, todos hemos surgido de esos cambios. Entenderlos es vital para nosotros y podría permitir construir mejor nuestro mundo actual", defiende.
Para ilustrar sus tesis, selecciona un grupo de obras que está en consonancia con lo que él llama "el espíritu de la Ilustración" en cuatro países: Francia, Inglaterra, Italia y España. Son lienzos, dibujos y grabados de Watteau, Hogarth, Goya, Chardin, Fragonard y otros maestros, cuyo objeto no son ya dioses, santos, héroes o ninfas, sino seres humanos que se dedican a sus actividades cotidianas. Aunque este tipo de imágenes ya fue reivindicado por algunos autores del siglo XVII (y bastaría pensar en las escenas de pícaros inmortalizadas por el joven Murillo), ocupaban una posición marginal frente a la supremacía de la pintura heroica y religiosa. En cambio, en el XVIII, van a aparecer por todas partes.
Todorov sitúa entre 1715 (muerte de Luis XIV) y 1789 el período principal de interacción entre la Ilustración y la pintura en Francia. Ese momento "anterior a la irrupción de los dioses modernos (la nación, el pueblo y el Estado)" en el que la religión dejó de ser la base del orden social y se permitió a los hombres modificar su destino y deliberar su organización social, en que se pudo desafiar a las autoridades y criticar las doctrinas… es para él la Ilustración. Una época en la que el placer y el disfrute ya no se consideran malditos, sino objetivos legítimos, como recogió en nuestro ámbito la Constitución de Cádiz al proclamar en su artículo 13: "El objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación".
En el XVIII el poder de decisión se trasladó del palacio al pueblo y tanto los salones como los museos (que aparecen primero en Italia e Inglaterra) van a fijar el gusto en lugar de la Corte. Europa se gesta como comunidad artística, como escenario donde los artistas se relacionan entre sí, viajan, intercambian libros, ideas y obras. "Ahora existe un pensamiento europeo y una pintura europea", recalca Todorov, que nos presenta a Watteau, con sus fiestas galantes y musicales habitadas por personajes de la Commedia dell'arte, como un pionero en esta pintura cuyas escenas no tienen ninguna lección moral, ningún objetivo más allá de ellas mismas.
Las sátiras políticas de Hogarth, que prefiere mostrar la verdad antes que complacer al espectador; el gusto del italiano Magnasco por la pintura de género, la que mejor expresó el sentir de la época; el afán de fidelidad a sus modelos sobre el intento de embellecerlos en los retratos de Rosalba Carriera, Maurice Quentin de Latour, Angelica Kauffmann, Jean Siméon Chardin o Jean Honoré Fragonard; la renuncia de Gainsborough o Francesco Guardi a buscar la perfección en sus paisajes… nos indican cómo los artistas del Siglo de las Luces reorientaron su mirada e incidieron con sus trabajos en la opinión pública.
Chardin, que se inspira en motivos de la pintura holandesa del XVII pero despoja a sus modelos de la intención moral, es pese a su aparente ingenuidad y sencillez uno de los artistas más revolucionarios "por su convencimiento de que el sentido de la vida reside en la vida misma y de que la belleza es propia de todo objeto, a poco que sepamos mirarlo".
El autor de los Caprichos, al que dedicó un ensayo esencial (Goya/ A la sombra de las luces, también en Galaxia Gutenberg), vendría a ser el último y más complejo representante del espíritu de la Ilustración. El Goya que aquí se reivindica es un genio y un pensador profundo que nos obliga a mirar el mundo que tenemos por delante, como ocurre con la brutal colección de naturalezas muertas y animales troceados que dejó durante la ocupación francesa (deudora del Rembrandt de El buey desollado), o con esas mujeres reales que ya no necesitan cubrirse con el velo de la alegoría para mostrar sus bellezas carnales. De todas ellas, la Maja desnuda es la más célebre porque en ese cuadro encargado por Godoy, dirá Todorov, "Goya no pinta la sensualidad, ni la pasión, ni el eterno femenino, sino una mujer que se deja ver sin desconfianza ni orgullo. Una mujer de su tiempo".
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