"En los 80 se veía como algo muy glamuroso a una mujer desesperada"
Pilar Quintana. Escritora
La autora colombiana logró el Premio Alfaguara por 'Los abismos', una novela sobre la generación de su madre y los precipicios a los que nos asomamos todos en nuestra conciencia
Cuando la madre de la protagonista de Los abismos, la ficción que ha conquistado el Premio Alfaguara, anuncia en su familia su intención de estudiar Derecho le recuerdan que "lo que hacían las señoritas decentes era casarse”. Pilar Quintana (Cali, 1972) ha escrito una emocionante novela sobre la falta de oportunidades que tuvo la generación de mujeres que le precedió, también una historia sobre los precipicios íntimos a los que todos nos asomamos en nuestra conciencia. Con una prosa envolvente y hermosa que rehúye el artificio, y el interés por indagar en las complejidades del alma humana, Quintana se mete en la piel de Claudia, una niña que asiste al derrumbe de su familia y que barrunta, en su despertar a la vida, que ella también esconde un abismo en su interior.
–La madre de Claudia, la tía Amelia, la abuela... Los abismos propone una galería de mujeres insatisfechas, frustradas.
–En el tiempo de mi mamá ya había algunas profesionales que trabajaban, pero antes que nada tenían que ser madres y esposas, ése era su deber. Muchas de esas mujeres tuvieron ese destino sin siquiera preguntarse si era eso lo que querían ser, simplemente actuaron como se esperaba de ellas. Y esa dinámica era todavía peor en un lugar como Cali, una ciudad de tierra caliente, la capital mundial de la salsa, que por esos detalles podría parecer que es muy liberal, pero en realidad es tremendamente conservadora: se espera que los caleños y las caleñas se vistan, piensen, se comporten de una determinada manera. El que no se mueve dentro de esos parámetros es juzgado. Y era peor entonces.
–Desde la luz del presente, con el avance de la igualdad y el feminismo, cuesta entender ciertas actitudes de entonces. Viajar a ese tiempo, a los años de su infancia, ¿le ayudó a comprender a una generación a la que sus descendientes, tal vez, observamos desde cierta superioridad moral?
–Yo hacía eso, sí, juzgaba con dureza a mi madre, sentía que yo era mejor, más liberal. Pero me ocurrió algo en este sentido. En algún momento de la redacción de la novela tuve cierta incomodidad, apreciaba que algo no funcionaba y no entendía qué era. En un viaje largo en avión me leí el texto y comprendí que no estaba elaborando el personaje de la madre. Era fría, no se preocupaba por su hija, pero yo no buscaba de dónde venía eso. Me di cuenta de que no tenía empatía con la madre de Claudia del mismo modo que no tuve empatía con mi propia madre, sólo la veía como una señora y la juzgaba con dureza. Tenemos indulgencia con nuestros amigos para entender cuando la cagan o hacen algo que no está bien, pero carecemos de empatía con nuestros padres. La mamá de Claudia es un personaje de ficción, pero le puse ciertas experiencias de mi mamá en el pasado, como cuando su padre no le dejó ir a la universidad.
–Por la novela aparecen las muertes de Natalie Wood, Grace Kelly y Karen Carpenter. La figura de la mujer sufriente, abocada a un destino trágico, interesó especialmente a la prensa en esa década.
–En los 80 se veía como algo muy glamuroso a una mujer desesperada. Una mujer en piyama con un vaso de whisky en la mano, una suicida incluso, solía contemplarse como con un aura de elegancia. Ahora lo percibimos como era: que esas mujeres estaban deprimidas, que sus vidas se habían vuelto mierda. Quise retratar eso. En esa década no teníamos las redes sociales, pero sí las revistas, que ofrecían al mundo una ventana para acceder a los ricos y famosos. A través de esas publicaciones nos encontrábamos con gente como la princesa Diana, vestida magnífica, con sus joyas, pero luego leías que su marido no la quería, que le ponía los cuernos, que ella le era infiel con su profesor de equitación, que era bulímica... Había una distancia, un contraste muy interesante, entre lo que presentaban estas revistas y el contenido, lo que aparentaban estas mujeres y lo que vivían. Eso me conecta con Cali de nuevo, porque funcionaba así: ante el mundo se mostraba una fachada de que todo iba bien cuando en realidad todo podía, y era lo más seguro, estar yendo mal.
–En una historia sobre la opresión que sufren las mujeres podía haber optado por un personaje masculino tiránico, pero hace un retrato sutil del padre. Es un tipo pacífico del que sólo se vislumbra el monstruo que lleva dentro.
–A mí a veces me parece problemática esa idea de la mujer como víctima y el hombre como victimario. Es así, claro, pero no sólo, creo que los hombres también pueden ser víctimas del patriarcado. Yo quería mostrar un personaje complejo, y no la idea de este hombre terrible, dominador. El padre de Claudia es un tipo cariñoso, tierno, que va bien por la vida, pero de repente enseña una parte muy oscura. Ninguno de nosotros tiene sólo una cara, las personalidades no son planas, no somos sólo uno sino que estamos habitados por una multitud. Este padre es alguien silencioso, su hija lo ve como el mejor hombre del mundo, pero en algún momento asoma la violencia que lleva dentro. A su vez también vemos que él ha sufrido esa misma agresividad por parte de su padre, que se quedó huérfano y que sigue siendo eso, un niño huérfano...
–Ha hablado antes de Cali como una ciudad muy conservadora. En Los abismos retrata también el clasismo de ciertas élites.
–En todas mis novelas abordo la brecha social. Es imposible escribir una novela sobre Colombia y no retratar la diferencia de clases. Acá yo tenía una familia de clase media-alta, privilegiada, y si no ponía que en casa tenían una empleada esa familia no resultaba verosímil. Una mujer que vivía en un cuartito pequeño, en la zona más oscura de la vivienda. ¿Cómo voy a mostrar a ese personaje y no voy a contar cómo era tratado? Eso que les decían a los niños de no te juntes con la criada, el mayordomo es un ignorante, no le creas... En Los abismos reflejo el tema del clasismo en menor medida que en otras novelas mías, pero está ahí.
–El jurado del Premio Alfaguara definió su estilo como "luminoso”. Posee un lirismo muy bello, pero esconde una tensión inquietante, como una selva poderosa y llena de amenazas...
–A veces leo frases promocionales que dicen: En esta novela el protagonista es el lenguaje. Y a mí me dan ganas de gritar. Mi escuela es el guión, yo trabajo como guionista, y la historia y la estructura me parecen importantísimos para que el lector la pase bien, así sea pasándola mal, sufriendo, teniendo miedo. Pero cuido que el lector esté atrapado, tenga una emoción, ¿me entiende? Me gusta que el estilo esté al servicio de la historia, que sea casi invisible. Antes trabajo el edificio, la estructura para que no se me caiga la novela, y a partir de ahí pienso en el lenguaje.
–¿Usted suscribe esa frase de Milan Kundera que decía que el vértigo no era tanto el miedo a las alturas como el miedo a dejarse caer?
–Sí, totalmente. Cuando nos asomamos al abismo sentimos lo fácil que es la muerte, entendemos que es algo que está en nuestras manos. La mamá de Claudia se consigue un amante como punto de fuga, pero luego la fuga máxima sería la muerte, elegirla como el acto de mayor libertad. Eso es lo que el abismo nos dice. Más que el miedo a la caída, es el miedo a tirarnos lo que nos sugiere, una idea que nos parece repulsiva y atractiva a la vez. De esas contradicciones estamos hechos los humanos.
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