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"Las personas, como las ciudades, no tenemos límites"

Marian Izaguirre. Escritora

La autora narra un viaje transgeneracional a Trieste en 'Los pasos que nos separan' (Lumen) tras el éxito de 'La vida cuando era nuestra'.

Marian Izaguirre (Bilbao, 1951), con su nueva novela.
Pablo Bujalance

16 de noviembre 2014 - 05:00

Tras el éxito que supuso el año pasado la publicación de La vida cuando era nuestra, la escritora bilbaína Marian Izaguirre prolonga su alquimia literaria con Los pasos que nos separan, que acaba de publicar Lumen. Se dan aquí de nuevo algunos de los ingredientes que nutren su imaginario: la memoria, la redención y la construcción literaria de las ciudades. En este caso, Trieste es el destino de un anciano llamado Salvador que, en los años 70, decide regresar al Adriático para alimentar los recuerdos de un antiguo amor vivido medio siglo antes. En su odisea, Salvador atraviesa tiempo y espacio en compañía de la joven Marina, con la que termina alumbrando una complicidad reveladora.

Izaguirre puso sus ojos en Trieste, como sucede a menudo, de manera involuntaria: "Conocí Trieste sin un interés especial: hice una primera visita hace muchos años desde Venecia y de repente una ciudad de la que no esperaba nada me dio mucho. Pero ya se sabe que estas cosas dependen no tanto de lo que tenga o no tenga una ciudad sino de lo que lleves tú encima. Me fascinaron dos cosas que están en la novela: que era una ciudad portuaria, al estilo de Barcelona y Bilbao; y que en ella podían descubrirse varias capas de historia, lo que se traducía en una ciudad multicultural. Al haber sido el puerto principal del Imperio Austrohúngaro había gente allí de todos los pelajes y se hablaban todos los idiomas". Eso sí, tras la primera conquista hubo algunos reparos: "Mi mayor objeción respecto a Trieste respondía a que se trataba de la ciudad de Magris y de Joyce, y eso imponía un poco. ¿Acaso iba a meter yo las manos allí? Decir Trieste es decir Magris. Pero la pulsión interior pudo más que el miedo". Después de aquella primera visita, Izaguirre regresó a Trieste en varias ocasiones (la última hace sólo un par de semanas, con motivo de una presentación de Los pasos que nos separan), pero apunta la escritora que, en todo caso, "las visitas más importantes a Trieste han sido las que he hecho en mi casa. Ahí, en ese diseñar espacios, en ese ir y venir con mapas antiguos, es donde se hace el viaje más importante".

Salvador, el protagonista de esta historia, viaja al Adriático para saldar dos cuentas pendientes antes de morir: "Él quiere pedir perdón en Lubiana y dar las gracias en Zagreb para quedarse en paz". Y, al ser preguntada por el hecho de que dar las gracias y pedir perdón constituyen, aún a estas alturas, la base de la más elemental noción de humanidad, Izaguirre responde: "Es que yo construyo los personajes así, de manera autoimpuesta. Me firmo un contrato conmigo misma que dice que mis personajes, o son humanos, o no serán. Hay quien dice que cuando escribo se me escapa la benevolencia por los dedos, y sí, es verdad, abro a mis personajes con el bisturí para que, por muy mezquinos que sean, si no perdonarlos, al menos los conozcas. Me interesa lo que pueden transmitir de humanidad sin que sean santos". Y respecto a la promoción de la mezquindad, la ruindad y la monstruosidad como valores literarios de la narrativa española actual, sentencia: "Es una cuestión de elecciones. El feísmo no va conmigo, no voy por ahí peleándome con la gente ni cultivando desencuentros. Siempre que puedo conectar con los demás, lo intento. Ya pasé suficiente tiempo sola en un despacho".

Más allá de su nexo al estilo Pigmalión, la relación entre el viejo Salvador y la joven Marina se establece como un cauce. La experiencia y los recuerdos del primero terminan depositados en la esperanza de la segunda. Y aquí se encuentra, según Izaguirre, una de las claves esenciales de la historia: "Con esta novela me he dado cuenta de algo importante. Siempre escribo desde un presente sobre un pasado reciente, y es que las personas no llevamos solamente lo nuestro. Las personas, como las ciudades, no tenemos límites, eso lo dice un personaje de la novela. No tenemos un contorno que nos separe del resto: con nosotros llevamos lo que nos contó nuestra abuela, lo que hemos visto en nuestros padres, lo que pensamos para nuestros hijos... Nuestros límites van siempre un poco más allá de nosotros mismos. Uno toma decisiones porque antes ha vivido determinadas cosas en su familia. Y eso le sucede exactamente a mis personajes. Todos tienen bolsillos en los que llevan encima lo de ellos mismos y lo de muchos otros".

Trieste es, al final, en sus calles y sus aromas, el personaje esencial de una historia repleta de matices. Para leer despacio.

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