Un pequeño museo de historias perdidas
Carmen Calvo reflexiona en Rafael Ortiz, desde esa poética sugerencia que caracteriza su obra, sobre el efecto devastador del tiempo, que congela lo que un día albergó calidez y vida.
La imagen guarda la memoria de una fiesta. La muchacha acudiría al estudio del fotógrafo para dejar constancia de las galas que luciría en ella. Después, la foto, ampliada, fue enmarcada cuidadosamente. Ahora la vemos bajo un velo de gotas de cera. La enigmática obra tiene un título: El chirriar de la lluvia. No es una descripción. Las palabras componen un breve poema e invitan al espectador a entrar en una tierra de nadie, estrecha banda abierta entre la imagen y la palabra, desde la que ejercer su fantasía. ¿Son las gotas de cera (o de lluvia) marcas que el tiempo dejó sobre aquel recuerdo de juventud? ¿Lograron borrarlo o se mantuvo vivo pese a desilusiones o indiferencias? ¿Limó su memoria el paso de los días o mantuvo la imagen su estimulante vigor? Preguntas como éstas se suceden porque la obra, como otras de Carmen Calvo (Valencia, 1850), unen dos elementos casi contradictorios: la antigua foto es imagen de alguien, del rostro, el cuerpo y el gesto irrepetibles de un individuo, pero ese alguien es a la vez anónimo, carece de nombre o éste se ha extraviado sin remedio. Barthes llama al objeto que recoge una fotografía spectrum porque su raíz remite a espectáculo pero sobre todo porque toda foto remite a un pasado inamovible y en última instancia a la muerte. La obra de Carmen Calvo parece ir en dirección contraria: intenta devolver a la vida a individuos anónimos. En un momento de gloria, como en esta obra, o de modo más enigmático, como en Yo no sueño, donde las figuras del hombre y la mujer permanecen ocultas, bajo llave: existieron, quizá se encontraron pero no sabemos cómo.
Estas vidas anónimas no sólo las evocan las fotografías, sino los objetos. Un trozo de algodón sobre un viejo libro (¿de contabilidad o de texto?) manchado por el uso apunta, como sugiere el título (Monotonía afligida), al sucederse de los días, indiferentes al ánimo y humor de quien pasara las páginas. Los objetos despiertan en ocasiones el recuerdo de una acción, quizá entusiasta (como el libro acompañado de un lápiz, Para comprobar) y otras veces reenvían a un pasado, entre ingenuo y pretencioso, pero no por ello desdeñable. Así ocurre en Metáforas sueltas: el tapiz de arabescos gofrados y las alas, aún con los elásticos que ajustarían a los hombros de una niña, no llegan a ser índice de la cursilería petit-bourgeois porque a ella se antepone el recuerdo de quienes eligieron o confeccionaron con todo cuidado esos objetos.
La muestra es así un pequeño museo de historias perdidas, esto es, de cuanto hicieron y padecieron personas hoy olvidadas pero que fueron capaces de amar, trabajar, desear y abrigar esperanzas. Historias que en manos de la autora estan más vivas que los de tantos libros de memorias o biografías de encargo.
Hay en la muestra una obra que quizá compendie cuanto sugieren objetos y fotografías. Es un álbum. En él parecen coincidir tiempos y culturas diferentes. El paisaje de la cubierta (torres japonesas y estilizados árboles ante el monte Fuji) y la caja de música oculta bajo sus hojas hacen pensar en aquellos álbumes en los que damas del ochocientos guardaban recuerdos, autógrafos y dibujos. Las hojas remiten sin embargo al álbum de fotos de familia, en los que la excursión o el día de campo se mezclan con bodas y primeras comuniones. Calvo ha alternado en sus páginas ideas muy distintas. Una viñeta de antiguos cromos antecede a la foto de una casa que la familia levantó trabajosamente en un suburbio perdido y que aparece orlada por la imagen de muebles, modestos y populares, pero inalcanzables seguramente para le escueta economía de aquel hogar. Poco antes, una respetable pareja levanta acta de su amor eterno, transformados sus rostros, el de ella en ave y en atento espejo el del varón. En el estudio de otro fotógrafo, una jovencita posa tocada por la timidez que contrasta con las notas de color que la autora ha trazado sobre ella. Un poco más adelante, ocultas bajo flores de papel, posan robustas mujeres, que parecen surgidas de la tierra, firmes y seguras de su humanidad, y al lado, en otra imagen, muchachos que fijan la escapada del grupo de amigos algún día de fiesta. Las antiguas hojas de afeitar intercaladas entre las fotos vuelven a advertir de la impasible guadaña del tiempo.
Tal vez sea éste el protagonista de la muestra: el tiempo insobornable que congela con su paso lo que un día fue cálido y vivo. Carmen Calvo lo desafía con su incesante labor: recobrar cuanto la corriente del tiempo dejó en sus orillas para ofrecerlo, no como informe cultural o sociológico, sino como testimonio poético de vidas olvidadas, a la sensibilidad del espectador capaz de valorar la belleza de esos momentos en los que el afecto hizo brillar fugazmente la vida.
Colecciones de fisonomías. Carmen Calvo. Galería Rafael Ortiz, Mármoles 12, Sevilla. Hasta el 4 de enero.
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