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El pensamiento libre

Coincidiendo con el centenario del nacimiento del escritor polaco, Galaxia Gutenberg publica una amplia antología de Czeslaw Milosz, uno de los grandes poetas del siglo XX.

Ignacio F. Garmendia

03 de agosto 2011 - 05:00

Tierra inalcanzable. Czeslaw Milosz. Trad. Xavier Farré. Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores. Barcelona 2011. 435 páginas. 23,90 euros.

Junto a Henryk Sienkiewicz (1905), Wladyslaw Stanislaw Reymont (1924) y Wislawa Szymborska (1994), Czeslaw Milosz (1980) es uno de los cuatro escritores de lengua polaca que han logrado el Premio Nobel de Literatura. También lo ganó Isaac Bashevis Singer (1978), pero el gran escritor judío, nacionalizado estadounidense, escribió la mayor parte de su obra en yiddish. Dejar constancia de esta relación no es decir gran cosa, como tampoco importa demasiado que el pasado mes de junio se conmemorara el centenario de su nacimiento, porque lo verdaderamente relevante es que por fin disponemos en castellano de una amplia antología de Milosz, un autor que se cuenta entre los grandes poetas del siglo XX en cualquier lengua. Existía una buena muestra de Poemas (Tusquets, 1984) traducidos por Barbara Stawicka, en cuya selección participó el propio Milosz, pero esta nueva edición de Xavier Farré es bastante más completa y abarca todas las épocas de un escritor que vivió muchas vidas, antes de recibir el reconocimiento universal que sin duda merece.

Nacido en Lituania, "un país de leyendas mitológicas y de poesía", Milosz pertenecía a una familia de la burguesía polaca que ocupaba un territorio plurilingüe, por entonces perteneciente al Imperio ruso. Como explica el antólogo, la volatilidad de las fronteras de la región de Vilna -primero rusa, luego parte de la Polonia resurgida tras la Gran Guerra, más tarde encuadrada en la URSS y finalmente, tras el colapso del comunismo, capital del Estado independiente de Lituania- guarda relación con las errancias de un poeta zarandeado por los avatares del siglo pero que nunca abandonó sus raíces, del mismo modo que permaneció fiel a la lengua. "No se puede racionalizar el amor por el idioma como no se puede racionalizar el amor por la madre", escribió en Abecedario (Turner-FCE, 2003), el extraordinario ensayo donde reunió como en un diccionario las coordenadas que dan sentido a su universo personal y literario. En la misma entrada, insistía: "El idioma es mi madre, de forma literal y metafórica. Con seguridad es también mi casa, con la que vago por todo el mundo".

En su juventud había cultivado una poesía vanguardista de tono visionario, pero la destrucción de Varsovia -que presenció- en la Segunda Guerra Mundial y el surgimiento del nuevo Estado satélite de la URSS -que apoyó durante los primeros años, en los que ejerció como diplomático- le llevaron a una lírica más comprometida con la realidad y con la Historia, aunque muy alejada de lo que habitualmente se entiende por poesía social. Muy pronto, sin embargo, comienza su disidencia respecto de las consignas soviéticas, como pone de manifiesto su célebre ensayo El pensamiento cautivo (1953; Tusquets, 1981). Ya en el exilio -primero en Francia, luego en los Estados Unidos- empieza una nueva etapa en la que predomina la inquietud religiosa y metafísica. Son tiempos de completo aislamiento, cuando es repudiado por la intelectualidad comunista -dentro y fuera de su país- y observado con desconfianza por los círculos conservadores de la emigración polaca.

Quienes asimilaban la noción de compromiso con el seguimiento ciego de las doctrinas revolucionarias, no le perdonaron la deserción al antiguo miembro de la resistencia, que hubo de esperar largas décadas para ver restituido su nombre. Entre tanto, siguió escribiendo en soledad y sin apenas lectores, como cumpliendo con un deber impostergable. No abonado al rencor, sino usando de la ironía. Añorando los paisajes de la infancia y envuelto en una permanente sensación de pérdida, pero llevado de una conciencia humanista y asumiendo la obligación de salvaguardar la memoria de todo un pueblo en su propia memoria de excluido. Como afirma Farré, Milosz es un poeta elegíaco y a la vez epifánico, que dirige su mirada a la denuncia del horror e inquiere las causas del mal, pero no se olvida de celebrar la belleza. La suya, por otra parte, es una peculiar forma de religiosidad que parte del conocimiento de los textos bíblicos -aprendió hebreo para traducirlos- y se inscribe en el tradición cristiana, aunque desde una perspectiva cercana al gnosticismo que no condiciona del todo su visión del mundo o, en cualquier caso, no resuelve las contradicciones que encierra. Milosz cultiva una poesía de múltiples voces y alta densidad moral, que se sirve de un discurso complejo pero aspira a la claridad. No siempre es fácil seguirlo, pero el esfuerzo merece la pena.

En el discurso de investidura del Nobel, Milosz se refirió a las dos cualidades que a su juicio ha de tener el poeta: "El ansia de ver y el deseo de describir lo que ve". Parece una obviedad, pero en su caso estos sencillos requerimientos implicaron no sólo lucidez sino altas dosis de valor, honestidad y sacrificio. Ahora bien, aunque justamente glorificado por los restauradores del orden democrático, Milosz es mucho más que un icono del tiempo de la resistencia. Su nombre se agrega a los de grandes poetas de la tradición polaca como Jan Kochanowski y Adam Mickiewicz, pero también a los de autores como Rilke, Yeats, Eliot o Auden.

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