Carbonilla del tiempo ido

Elogio de la quietud | Crítica

Pedro G. Cuartango reúne en 'Elogio de la quietud' una cautivadora selección de sus melancólicas y 'faulknerianas' columnas de prensa

El periodista y escritor Pedro G. Cuartango (Miranda de Ebro, 1955). / JEOSM

La ficha

'Elogio de la quietud'. Pedro G. Cuartango. Círculo de Tiza. Madrid, 2020. 412 páginas. 21 euros

Durante años, tanto en su etapa en El Mundo como ahora en ABC, el periodista Pedro G. Cuartango (Miranda de Ebro, 1955) ha venido publicando una columna arropada por la melancolía y el pasado en clave faulkneriana: Tiempo recobrado. Se publica ahora Elogio de la lentitud, una edición que revisa su anterior Visto y oído (Sibirana Ediciones).

Periodista sobre todo, lector voraz y espíritu renacentista, el título Elogio de la quietud rescata y vindica el nombre de un escritor al que el canon confinó –expresión tan de nuestros días– a la categoría de autor menor: Somerset Maugham. Cuartango recuerda una bella frase del escritor británico que ojalá pudiera acabar con los psicólogos que hoy tanto nos abrasan sobre cómo afrontar la reclusión por el coronavirus. "Tendríamos que comprender humildemente la belleza de la quietud y esperanzarnos en atravesar sin ruido la vida a fin de que el azar no se diera cuenta de nosotros".

Pasado faulkneriano y nostalgia, decíamos antes. Los artículos de Cuartango son una destilación del pasado, pero al modo en que Faulkner lo concebía: el pasado nunca deja de ser pasado. De ahí la nostalgia, sus destellos ambarinos, que son los que hacen volver, como fulgores de la pérdida, a la niñez, a la juventud, a los amores de antaño; a todo, al fin y al cabo, a lo que la taracea del tiempo había esculpido hasta que todo acaba en escombros ("la vida es un proceso de demolición", decía Fitzgerald).

Nacido en una familia de ferroviarios en Miranda de Ebro (y educado por tanto en la melancolía de las estaciones de tren), para el autor el olor a carbonilla de la estación de Miranda es la magdalena de Proust. No obstante, se llega a una edad en la que el tiempo, aparte de saber que nos alcanza, nos enseña a sobrevivir, a hacer del pesimismo una actitud no necesariamente paranoica. "Sólo nos queda sobrevivir a un mundo regido por el azar y el caos". Aunque esto pueda ser cierto, Cuartango se pregunta acerca de la negligencia del propio azar. "Si Dios no existe y el azar como concepto es un absurdo, ¿qué condiciona nuestro devenir?".

Como verá el lector, estas columnas son como ventanas aisladas en el periódico, donde a menudo no llega la última hora de la actualidad más radical. De ahí la paradoja del columnista Cuartango, que se define antes que nada como periodista (el resto son adjetivos), pero que también ejerce de escritor libre y soberano ("el hombre está condenado a la libertad", dijo su muy leído Sartre).

Portada del libro. / D. S.

Se añora el tiempo de otrora, cuando los periódicos en papel ordenaban la vinculación con el vasto mundo noticioso. Como todos, el periodista ha tenido que aceptar la tablet y el enjambre digital. Pero corrige a Zygmunt Bauman y su célebre concepto de sociedad líquida. Vivimos hoy no tanto en una sociedad líquida –¿licuada más bien?– como en una sociedad volátil. Tampoco el hallazgo de Bauman resulta original si pensamos en el cielo de Grecia. Pitágoras decía que la luna era un disco que flotaba sobre el agua. Y Heráclito verá en el caudal del río una metáfora de la existencia.

Elogio de la quietud, como vemos, es una hilatura de columnas en el tiempo. A menudo se traduce la actualidad citando a Kierkegaard, para quien la angustia es el estado natural de la existencia. Otras veces se cita a Parménides, Pascal o Spinoza; igual que a Camus o que los cuartetos de T.S. Eliot (los que inducían a buscar lo sublime no en el éter o en lo abstracto, sino en el barro y el ajo).

Una parte del libro está dedicada a Francia. Como estudiante llegó a pasar hambre en aquel París que había hecho ya su expurgo de Mayo del 68. Se matriculó en la peculiar universidad de Vincennes, donde impartía clases Gilles Deleuze. Su amor por Francia le hace remover su nostalgia. Más de una vez, en la playa normanda de Deauville, llegó a sentir, como en un cuadro de Monet, que el final del verano adquiría una cualidad pictórica. Los cuadros sobre Pont Marley de Alfred Siskey, que muestran las históricas inundaciones que el Sena provocaba, también le hacían recordar las avenidas del Ebro en Miranda.

Otros capítulos del volumen recogen sus columnas dedicadas a la música, el cine y los libros. Todo lo que, al fin y al cabo, ha ido ahormando sentimentalmente una vida que ya encara el camino definitivo hacia el incierto lugar. Volvemos, como siempre, a la vieja estación de Miranda de Ebro. Toda estación de tren es la metáfora de la existencia, del paso del tiempo y la fugacidad del presente. "Decimos adiós y, unos instantes después, el tren se empequeñece en el horizonte y vemos unas vías que se entrecruzan y pierden en la lejanía. Así es también nuestra vida". Queda, al menos, el olor a carbonilla del tiempo ido.

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