La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
Salir al cine
Dos partes y 209 minutos ha necesitado Alex Gibney para contar la historia de Paul Simon (Newark, 1942), sin duda uno de los grandes compositores de canciones de la segunda mitad del siglo XX. Una historia que empieza por el final, en su rancho de Austin, Texas, durante la preparación del que hasta ahora es su último, místico y extraordinario disco, Seven Psalms (2023), grabado cuando el cantante aún se recuperaba de una dolencia que lo ha dejado medio sordo de un oído.
Desde allí se narra en retrospectiva y con un apabullante material de archivo una carrera que empezó en los suburbios de Nueva York bajo el influjo de los grandes astros del rock clásico y de la mano de un amigo de infancia Art Garfunkel, con quien Simon iba a establecer una relación tan exitosa que los encumbraría de la mano del sello Columbia al Olimpo de la canción de autor durante la década de los sesenta con una serie de discos memorables que culminaba con el Bridge over Trouble Water (1970) y que tuvo en la banda sonora de El graduado su cumbre de popularidad.
Más allá de ver el meticuloso proceso de elaboración de su nuevo trabajo, es precisamente la compleja relación con Gartfunkel lo más determinante de un documental donde Simon no esconde demasiado su particular obsesión perfeccionista y los rasgos de un carácter exigente que algunos podrían tomar por soberbia. La voz suave y dulce, su enorme carisma encerrado en un cuerpo pequeño y un pelo imposible, su repertorio insuperable de canciones para el dúo o su carrera en solitario (desde 1973), los altibajos y pinchazos (One trick pony) de una carrera que remontó inesperadamente con la fusión africana y la eclosión de la World Music con Graceland (1986), uno de los mejores discos de la historia del pop, el compromiso político en distintas etapas y contextos o sus matrimonios con Carrie Fisher o Eddie Brickell, su actual pareja y confidente, compiten aquí en interés con el relato sin paños calientes (queda escuchar la otra parte) de esa relación con Garfunkel, gloriosa voz armónica del dúo, marcada por el recelo, el desequilibrio creativo y las circunstancias de una industria que volvió a juntarlos cuando el vínculo personal ya estaba roto en aquel memorable y lucrativo concierto multitudinario en Central Park.
Compañera de generación de Simon, Joan Baez (Staten Island, 1941) protagoniza Joan Baez: I am a noise, de Navasky, O’Boyle y O’Connor, retrato biográfico también contado desde el presente en activo que prescinde de los habituales testimonios a cámara para adoptar el relato de la propia cantautora folk, hermoso icono del activismo político en defensa de los Derechos Civiles y el pacifismo prolongado en nuevas y sucesivas causas.
Un relato que se nos revela pronto escindido entre la figura pública (ampliamente documentada), el ámbito privado (recuperado de cartas, cintas y dibujos) y los secretos inconfesos, y que va revelando poco a poco algunas facetas y episodios desconocidos de la vida, las relaciones y la salud de la cantante más allá de esos otros ya de sobra difundidos que nos hablan de su portentosa voz y su precocidad como relumbrante estrella de la canción de autor, su relación de ida y vuelta con Bob Dylan o ese espíritu comprometido y reivindicativo que la llevó a estar cerca de Martin Luther King, James Baldwin y otras figuras en la lucha contra el racismo o la Guerra de Vietnam.
Pero es sobre todo en el ámbito íntimo y familiar donde este documental nos revela a una Baez capaz de sincerarse sin tapujos sobre sus problemas mentales y su trastorno de personalidad, la relación compleja con sus hermanas o los hombres (y mujeres) de su vida, pero muy especialmente con un padre al que la terapia en la madurez terminó revelando como abusador infantil y causante más que probable de todos los traumas, depresiones y rincones oscuros de una personalidad en constante lucha contra sí misma.
Baez se sincera evidenciando también la propia autoconciencia de la decadencia y el inevitable cambio físico y vocal con el paso de las décadas, lo que no le ha impedido seguir de gira por el mundo y caminando descalza cantando ante un público fiel que sigue escuchando en sus canciones las promesas de un mundo mejor.
Más formateado aunque igualmente interesante es el documental dedicado a la banda de rock escocesa Simple Minds liderada por Jim Kerr y Charlie Burchill, aún en activo desde su debut a finales de los setenta en plena eclosión post-punk en la ciudad de Glasgow. El enfoque de Joss Crowley se nos antoja más convencional y ortodoxo en sus formas y en su despliegue narrativo, que sigue la trayectoria de la banda en el clásico orden cronológico de los acontecimientos que pone especial énfasis en la condición obrera de sus fundadores y en el periplo disco a disco, estilo a estilo, contrato a contrato, gira a gira, que los convirtió en una de las bandas más populares de mediados de los ochenta, capaces de llenar estadios y triunfar en Estados Unidos como lo hacían U2 o Depeche Mode con su sonido épico.
Una ortodoxia que no enturbia empero el buen trabajo de documentación de archivo, generoso en material televisivo (los Simple Minds crecieron en paralelo a la MTV y el vídeo-clip), y la sinceridad que ponen de manifiesto los testimonios de colaboradores, seguidores ilustres (Sharleen Spiteri de Texas, Bobby Gillespie de Primal Scream, el novelista Irvine Welsh) o miembros de la banda en sus distintas formaciones a la hora de rememorar las anécdotas o sacar a la luz las controversias o conflictos que, como en cualquier banda de éxito, atraviesan su periplo hasta un presente de aceptación donde la nostalgia generacional y no tanto el nuevo material aún mantiene viva la llama de los fans que siguen acudiendo a sus conciertos.
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