Alba Molina | crítica
No lo es ni pretende serlo
Un fandango popular sirve como contraseña para abrir un Ojo mágico que permite viajar en el tiempo y acceder a uno de los primeros cafés cantantes que revitalizaron la vida cultural de la ciudad a finales del siglo XIX. ¡Ay, no tengas penas! Los locos no son los de dentro, los locos son los de fuera ¡Los que nunca están contentos!, advierte la letra de esta original pieza que forma parte de la muestra que Patricio Hidalgo expone hasta el 20 de octubre en Casa Fabiola.
Así, investigando y hurgando en la mirada externa que nos llega de una época decisiva del flamenco, principalmente desde el extranjero, el polifacético artista plástico plantea un interesante y sugerente diálogo entre el pasado y el presente -o incluso futuro- de lo jondo, tejiendo desde las artes visuales ese caudal de memoria que es inherente a este arte. “La herencia de lo antiguo y forja de lo nuevo” de la que habla el flamencólogo y dramaturgo, José Luis Ortiz Nuevo, y que el filósofo, Miguel Ángel Rivero, recoge en el texto del folleto.
De esta forma, dividida en dos plantas, Café cantante recupera por un lado en la Sala Ricardo Bellver pinturas, grabados o documentos, recopiladas por el propio Hidalgo con adquisiciones personales en casas de subasta, compras en el mercadillo El Jueves, archivos de la fototeca municipal y fondos de la colección de Ángel Lacalle o de la misma Colección Mariano Bellver y Dolores Mejías, de la que por primera vez se pueden ver dos piezas hasta ahora ocultas. Entre ellas, algunas piezas claves como las de José Alarcón Suárez, Alexander Lunois o la mítica fotografía de Emilio Beachy, que inmortalizó hacia 1884 el Café del Burrero, testimoniando una etapa esencial para la profesionalización del flamenco.
La dificultad aquí, como apunta a este diario el pintaor (ilustrador, videocreador, director de documenales y colaborador con su pintura en vivo en espectáculos escénicos), es acceder a este material que normalmente está fuera de nuestro país y no aparece datado ni con la nomenclatura actual, sino con otros motores de búsqueda como danza española, maison du danse o danzas del XIX. Por eso, “mientras más busco me doy cuenta que estoy viendo sólo la punta del iceberg”, reconoce entusiasmado.
Ya en la segunda planta, el artista realiza una recreación personal de estos espacios y su paisanaje invitando al espectador a un viaje sensorial en la que “más que llevar el escenario a la pintura he querido llevar la pintura al escenario, poniéndola al servicio de ese legado; la pintura como recuperación”, cuenta al otro lado del teléfono. En este sentido, encontramos piezas a caballo entre la pintura y la escultura en las que los trajes de las bailaoras aparecen rasgados sobre sillas de enea desgastadas, una serie de fotos intervenidas, una galería de retratos imaginarios a partir de retratos fotográficos de artistas como la Andonda, la Serneta, La Macarrona o Pepa de Oro y hasta una instalación del mismo Café del burrero con mobiliario de la época y cuadros en los que el humo de los cigarros sobresalen de sus lienzos. Una mezcla de técnicas y materiales en los que el gesto, el grito y la mancha sirven para captar todo el enigma y el misterio que envuelve a este arte y también para devolver a la Casa Fabiola “ese jolgorio y ese ruido”.
Lo interesante para Hidalgo es observar cómo el flamenco supo defenderse en este ambiente donde convivieron el lumpen, la alta sociedad y los viajeros, hasta conseguir llamarse arte. De hecho, tal y como señala el creador, es curioso cómo todo este imaginario pone el foco más en el público que en lo que pasa en el escenario. Es decir, siguiendo el patrón de los cabarets parisinos, el flamenco aparece de fondo. Sin embargo, Silverio Franconetti desde su café, que abrió sus puertas en 1881 en la calle Rosario, inicia ese proceso de dignificación y “es capaz de darle valor a ese arte y a la escucha”, apunta. Hasta el punto de que, como recoge José Blas Vega en su estudio Los cafés cantantes de Sevilla, fue en estos espacios (que pervivieron desde 1842 hasta 1930) donde se definieron los géneros y estilos, se fijó la guitarra como instrumento único y definitivo y se elevó el cante al centro del espectáculo.
En cualquier caso, más allá del papel trascendental que adquirieron el Café del Burrero y el de Silverio en la Sevilla de entonces, siendo centros de entretenimiento y encuentro cultural europeo y andaluz, la exposición pone de manifiesto el “impresionante legado artístico” con el que cuenta la ciudad y su importante patrimonio de arte costumbrista que “el flamenco adopta de manera natural”. Entre otras cosas, porque “se entiende muy bien con este realismo del entorno en el que se desacraliza la pintura y nos acerca escenas de lo cotidiano, donde vemos esa picaresca”, explica. El creador, por tanto, recupera con estos hallazgos, encuentros y ensoñaciones un “paraíso perdido” en una suerte de neo-costumbrismo que reivindica un periodo artístico al que “a veces los sevillanos le hemos dado la espalda”, reflexiona.
Igualmente, llama la atención, además de la presencia mayoritaria de mujeres, muchas de ellas guitarristas, el hecho de que ya entonces los diarios aventuraran la desaparición del flamenco, tal y como se recoge en una entrevista con Juana La Macarrona con motivo de su retiro “de las tablas”, titulada “Cuarenta años de baile que desaparecen” y donde declara que “han cambiao los tiempos…”, también expuesta en la planta baja. Un análisis que refleja el carácter “experimental y abierto” de estos cafés donde “por primera vez se escuchó jazz en Sevilla o se introdujo un saxo por fandangos”, recuerda Hidalgo.
Quizás, por eso, cuando le invitamos a capturar esa foto del Café del Burrero hoy imagina “un público variopinto en el que convivan los aficionados de todo tipo con gente de fuera”, un escenario “con Ana la Yiya, Gautama del Campo, Pepe Torres, Cristian de Moret y Lucía Álvarez La Piñona, por ejemplo” y un espacio que podría ser “una mezcla entre el Tablao Los Gallos y la Sala X”.
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