París: las páginas no escritas

Las ciudades y los libros

Es un milagro que la ciudad preserve todavía, a estas alturas, remansos favorables al silencio, cuya calidad excepcional merecería ser contada si hubiera palabras capaces, si los empedrados y las farolas encajaran en un verso

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Jóvenes en el entorno de la Torre Eiffel, engalanada con el emblema olímpico.
Jóvenes en el entorno de la Torre Eiffel, engalanada con el emblema olímpico. / Martin Divisek (Efe)
Pablo Bujalance

31 de agosto 2024 - 07:02

Hay un matiz sintomático, una suerte de delación indeseable, en la evidencia de que, para reencontrarse con París, con el imaginario que la ciudad sembró en el inconsciente, el París de verdad que debe latir en alguna parte más allá de los escenarios sin alma, hay que ir a visitar a los muertos. Fui a llevar flores a la tumba de Samuel Beckett en el cementerio de Montparnasse. Miento, en realidad no fue así: busqué el sepulcro que custodia los restos de Sam y Suzanne y, al encontrarlo, sentí una sonora decepción al comprobar que solo una rosa seca desde hacía ya demasiado tiempo adornaba el mármol. A su lado, la tumba de Serge Gainsbourg rebosaba de ramos bien frescos, retratos, labios rojos pintados en la superficie fría para representar los besos más apasionados, todo tipo de mensajes primorosamente colocados en los soportes más diversos. Bien, se trata de Serge Gainsbourg, nada menos, qué podemos decir, quien tuvo retuvo, nada que objetar. Pero también la tumba de Julio Cortázar rezumaba coloridos manifiestos de memoria y admiración, bandas con frases de sus obras cosidas por manos jóvenes, conchas de mar, secretos inconfesables respetados en el interior de sobres lacrados. Ahí estaba la tumba de Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, con sus rosas lozanas, sus coronas intactas, honrada por todos los visitantes del cementerio, tantos que se reúnen a sus pies para detenerse en el silencio y considerar hasta qué punto el infierno son los otros. Porque el silencio pesa aquí de una manera especial, y corresponde celebrar como un milagro que París preserve todavía remansos bien localizados a este vacío del que podría nacer cualquier cosa. Fue entonces cuando Manuela salió del cementerio, se dirigió a uno de los puestos de flores y volvió con una rosa para reponer la que yacía ya disuelta en polvo sobre la tumba de Sam y Suzanne. La dejamos allí sin saber qué pensar, pero entendí que aquel silencio era suficiente. Y, al cabo, el discreto detalle rojo que empezaba a morir también cumplió bien su función, como si algo en aquella podredumbre mereciera ser recordado. Beckett sabía trazar lazos inesperados entre la tumba a la que nos dirigimos y el útero del que somos escupidos para habitar un mundo extraño y sin sentido, pero su conclusión no pudo ser más esclarecedora: también una vida sin sentido merece ser vivida. No hay nada, seguramente, más artificial y ajeno a la verdad que el sentido a la hora de justificar por qué se vive. Al igual que la naturaleza, corresponde vivir y basta. París es una ciudad sumida en una permanente búsqueda de sentido, entendido como consolidación de una marca. París se ha colgado encima todas las marcas posibles y pretende seguir haciéndolo. Pero aquí está el silencio, posible, que no se vende ni se compra, que sucede sin más. Aunque haya que buscarlo en los cementerios. En los empedrados de Montparnasse, donde, entre las aberrantes torres modernas y la escasa arquitectura que puede considerarse ya superviviente de aquel París soñado, uno casi intuye la figura de Alberto Giacometti deslizándose tras una esquina, fina y etérea, disolviéndose en la ceniza como una rosa sobre la tumba de Samuel Beckett.

El desaliento que indujeron los atentados de 2015 no se ha revertido aún, al menos en lo que cabría esperar

Algo queda del mismo silencio, no obstante, en los muelles del Sena cuando cae la noche. En los puentes, sin embargo, adolescentes desatados arrojan objetos y orinan sobre los barcos que hacen sus cruceritos vespertinos llenos de turistas. París es capaz de contener en un mismo suspiro lo mejor y lo peor, la satisfacción más elevada y la desazón más directa, pero nunca de manera austera, siempre con lucecitas y adornos, con los subrayados pertinentes. En la abadía de Saint Germain-des-Prés descansan los restos de Descartes y en el jardín se puede admirar el busto La poesía, la representación de Dora Maar con la que Picasso rindió homenaje a Apollinaire. Muy cerca, a lo largo del bulevar, ya cuando la tarde y los comercios y pattiseries han cerrado, las aceras se llenan de colchones y cartones en los que desahuciados de todas partes y de todas las lenguas se disponen a pernoctar a cielo descubierto, bajo la lluvia cuya norma habitual sigue siendo el secreto mejor guardado de la ciudad. Este verano, París no solo ha celebrado los Juegos Olímpicos: también el 80 aniversario de la liberación, con los consabidos tributos a los exiliados españoles que contribuyeron a liquidar la ocupación alemana con un coste de imposible reparación. En cualquier caso, París pone todo su empeño en seguir presentándose ante propios y extraños como la fiesta de Europa, el banquete abierto 24 horas en el que caben los desmanes más frívolos y la impostura intelectual más elitista; sin embargo, bajo ese estallido televisado, el ambiente real y cotidiano no es ni de lejos tan efusivo. El desaliento que indujeron los atentados de 2015 no se ha revertido aún, al menos en lo que cabría esperar. Emmanuel Carrère advirtió de que la superación del trauma precisaría una reconciliación social honesta para la que ni Francia ni Occidente están preparados. Nueve años después, el tiempo le ha dado la razón.

Homenaje a Rafael Alberti en la librería Shakespeare & Company de París, en 1972, con Carlos Cano en primer término.
Homenaje a Rafael Alberti en la librería Shakespeare & Company de París, en 1972, con Carlos Cano en primer término. / José María Enamoneta

Pero la marca no entiende de pesadillas. Hasta la Shakespeare & Company, que en mis primeras visitas a la ciudad parecía una reserva espiritual para los snobs parisinos, añadió hace ya unos años una terraza a sus encantos con tal de que los turistas, clientela ahora prioritaria, puedan dejarse aquí más reservas para el consumo. La memoria del Ulises de Joyce viene y va con ejemplares despachados por doquier en distintos idiomas, por más que aquella de 1922 fuese otra librería, en otra calle, en otro París. Pero yo prefiero evocar el homenaje que se brindó aquí a Rafael Alberti, organizado por Juan de Loxa, en 1972, con motivo del 70 cumpleaños del poeta, en el que participaron, entre otros, Carlos Cano y Enrique Morente. Es así, con esos aquelarres imprevistos, a prueba de marcas, como se hace una ciudad para todos, fuera de los márgenes. Todavía, al menos, es posible encontrar algún gato dormitando en las estanterías mientras suena Miles Davis. Después, a medida que pateas las callejuelas del último reducto del antiguo barrio judio de Marais, lejos del ruidoso enjambre turístico de Montmartre, convertido ya en un atrezzo leve e impersonal, tienes la impresión de que todo el mundo ha pasado por aquí antes, de que tus pies pisan las huellas de tantos fundidos en un anonimato indiferente al mundo. No llega a parecerse a la soledad, pero igual da de sí lo suficiente como para llenar las páginas que quedan en blanco.

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