El paraíso reencontrado de Andrés Marín

Matarife / Paraíso | Crítica de flamenco

Una impactante imagen de la pieza estrenada anoche en el Teatro Central
Una impactante imagen de la pieza estrenada anoche en el Teatro Central / Archivo Fotográfico de la Bienal de Flamenco / Laura León

La ficha

*** ‘Matarife / Paraíso. Andrés Marín / Ana Morales. Idea original: Andrés Marín. Coreografía: AM/AM. Textos: Laurent Berger, Andrés Marín y Antonio Campos. Baile Andrés Marín, Ana Morales. Matarife: Antonio Campos. Música: Antonio Campos (Cante, Guitarra, Bajo y Percusión), Susana Hernández ‘Ylia’ (Teclados, electrónica y espacio sonoro), Daniel Suárez (Percusión), Manuel López (Corneta) y Francisco Javier Pérez Pérez, director de la Banda de CC. y TT. del Sol. Diseño de Iluminación: Carlos Marqueríe. Diseño de Sonido: Pedro León. Escenografía/Atrezo: Pepe Barea. Vestuario y atrezo textil: Roberto Martínez. Atavíos: José Miguel Pereñíguez. Lugar: Teatro Central. Fecha: Sábado, 14 de septiembre. Aforo: Lleno.

Noche de estrenos la que vivimos ayer en la isla de la Cartuja: estreno de temporada en el Central, estreno del baile como protagonista en esta Bienal y estreno absoluto de la última pieza de dos grandes de la danza flamenca

Dos figuras que, amén de haber obtenido el Premio Nacional de Danza el mismo año (2022), ella en la categoría de interpretación y él en la de creación, y en contra de lo que se ha repetido estos días, ya habían compartido danza y escenario en otras ocasiones. 

Solo así se explica el nivel de sintonía que alcanzan en Matarife /Paraíso, un espectáculo muy en la línea estética de Marín, pero especialmente complejo por la cantidad de conceptos, materiales y símbolos diferentes que lo conforman.

Solo con los tres temas principales de la pieza se podrían haber realizado tres espectáculos diferentes. El matarife con sus cuchillos nos remite a esos mataderos donde se forjó toda una pléyade de auténticos flamencos, como el de El Puerto, donde Anzonini hacía compás mientras cortaba las piezas de carne. Matarifes que, según Lorca, “en realidad son sacerdotes que siguen sacrificando toros a Gerión”.

Luego está el Paraíso de Dante Alighieri, con sus nueve círculos concéntricos y, por último -y más importante, por ser el paraíso personal de Marín- la Semana Santa de Sevilla, con todo su imaginario cofrade y unas iconografías, perfectamente reconocibles, que ya usara en parte el bailaor en 2010, en su pieza La pasión según se mire. 

Es cierto que los tres temas comparten cosas que nos son familiares. La pasión de Cristo y los matarifes, expertos en el ritual de la sangre y de la muerte; la sensualidad desbordante -erotismo puro en ocasiones- de los rituales de primavera, el ansia de trascendencia, con los textos de que se cantan y se proyectan, la Virgen, que está en el paraíso dantesco y en las calles de Sevilla, anoche mismo…

Símbolos, imágenes y efectos que se suceden sin demasiado ritmo y, en nuestra opinión, sin llegar a empastar. Incluso las luces contaban al final algo que no supimos interpretar. Tal vez haya sido por falta de tiempo, como sucede con casi todos los estrenos, o tal vez por la falta de un director/a de escena. 

Solo al final, con esos dos magníficos cornetas emplumados, de pie como dos playmobiles en un escenario casi surrealista, con el Rezaré de Silvio que canta el polifacético Antonio Campos después de hacerlo por soleá o por malagueñas, con los nazarenos de papel dorado, con las gafas de sol del Cristo y de la Virgen y, sobre todo, con esa construcción final que aparece por sorpresa al fondo del escenario, nos damos cuenta de que todo podría haber sido un juego o un fruto de la imaginación de un niño. De un Andrés Marín que vuelve a su infancia sevillana, su paraíso particular, después de recorrer el mundo con su baile. 

En cualquier caso, hay algo absolutamente indiscutible en Matarife/Paraíso y es la maestría de sus protagonistas. En solitario brillan con luz propia: Marín ya de Cristo con el torso desnudo, ya bailando un romance con ropas de peregrino; Morales, ya virgen, ya Beatrice, ya quienquiera que sea que recibe las ostias, entregándose por completo a su baile más sensual, sin perder nunca esa precisión, esa energía y esa belleza que lo caracterizan. 

Y qué decir de sus dúos. Pocas veces hemos visto en el flamenco unos pasos a dos tan medidos y tan salvajes al mismo tiempo. Ambos, sin nada que demostrar, defienden la propuesta hasta las últimas consecuencias. Y los dos son grandísimos artistas. Lo demás, todo puede arreglarse.

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