Finis gloriae mundi
Palmagallarda II. La vapora | Crítica
La segunda entrega de 'Palmagallarda', el ciclo donde Ignacio Romero de Solís ha novelado el declive de la nobleza bajoandaluza, consagra el prestigio literario del territorio de Recuerda
La ficha
Palmagallarda II. La vapora. Ignacio Romero de Solís. Renacimiento. Sevilla, 2019. 600 páginas. 19,90 euros
Ya todos hemos dicho que Palmagallarda marca un hito en la reciente historia de la narrativa andaluza, señalado su cualidad lampedusiana y definido al autor, tan vinculado a su materia, como verdadero fin de raza. Con la excelente segunda entrega de la trilogía, Ignacio Romero de Solís confirma la expectativa abierta en la primera, que atendiendo a su continuación, como ocurre en los ciclos narrativos minuciosamente diseñados y conducidos, se diría que amplía su alcance a la luz del conjunto. Y esto sucede porque tanto los personajes ya conocidos como los motivos recurrentes cobran mayor profundidad a medida que evolucionan e interactúan con otros nuevos. El tema de fondo, que atraviesa toda la obra, es la decadencia de la nobleza terrateniente y su sustitución por una burguesía enriquecida que no comparte ni los valores ni la educación de sus antiguos superiores, paradójicamente más próximos, en ciertos aspectos, a los del pueblo llano que la sirve o se relaciona con ella desde el obligado respeto a la jerarquía.
El ritmo ascendente de Rosas, calas y magnolias, desde la morosidad del comienzo hasta el final vertiginoso, toma en la mayor parte de La vapora la forma de un sostenido compás de espera, paralelo al desarrollo de una guerra brutal que los Monsalves de Tous, duramente castigados en los inicios del conflicto, viven desde la distancia mientras cicatrizan las heridas. Fiel reflejo de la aristocracia angloandaluza, ligada por lazos de sangre que aquí representarían los Davemport, y heredera por lo tanto del imperativo victoriano de reprimir las emociones, los miembros de la familia apenas hablan de su sufrimiento, que se sobrepone al que padecen miles de españoles de todas las clases. Preocupa la ruina de la Casa, pero pese a las pérdidas no sólo económicas la continuidad del linaje parece garantizada gracias a la milagrosa supervivencia de Jerónimo, al que se daba por perdido. Muy debilitado, el joven Palmagallarda convalece en Recuerda y se recupera lentamente, mientras los suyos temen por las secuelas y por el posible alejamiento del muchacho cuando sea habilitado para ostentar su título.
Las casas-palacio de Recuerda y Sevilla, asaltada y saqueada en julio del 36, o las fincas La Ruborosa y La Bombalina, donde el marqués de Monsalves intentará recuperar un molino de vapor –de ahí el título– con funciones de almazara, así como la hermosa ciudad balneario de Bath en la que residen otros familiares, son los escenarios de esta segunda parte. No es difícil reconocer en la trama elementos autobiográficos más o menos velados –el propio autor y su hermano Pedro, a quien está dedicada la novela, hacen una aparición fugaz– y en este sentido resulta especialmente conmovedor el dibujo de la íntima relación entre el joven huérfano y su abuelo –liberado de la cárcel madrileña de General Porlier, asociada a las sacas de Paracuellos– desde que se dan el primer abrazo hasta que se embarcan juntos en la operación de la Bombalina, que para Jerónimo, también dedicado a hacer prácticas de vuelo con vistas a su reconversión en piloto y alférez provisional, significa su iniciación en las faenas del campo.
La Guerra Civil, la "horrible tormenta de fuego, odio y sangre" que se abatió sobre la nación como una plaga bíblica, aunque no comparece directamente, lo impregna todo. Y la visión que de ella traza Romero de Solís, si bien centrada en la limitada perspectiva de los residentes en la zona nacional, no puede ser más ecuánime. Tanto los crímenes del llamado terror rojo como la feroz represión franquista son denunciados por boca de sus personajes, que afirman en varias ocasiones que los peores excesos se están cometiendo en ambas retaguardias. Los Palmagallarda han financiado a los militares sublevados, pero eso no les impide ni le impide al narrador o a otros protagonistas abominar de los interminables asesinatos del nuevo poder instituido por la fuerza. No falta tampoco, junto al lamento por el esplendor perdido, la mirada autocrítica hacia una clase privilegiada que se sentía "por encima del común de los mortales".
En opiniones como la del cabal doctor Valverde –"no sé cuál de los dos bandos me inspira más horror y repulsión"– se adivina la perspectiva de lo que ahora denominamos tercera España. Y merece también citarse la crisis de fe del honrado arcipreste de Recuerda, un "sencillo cura rural" asqueado por la vesania de los ejecutores y el silencio o la complacencia de las autoridades eclesiásticas ante fechorías que no merecen otro nombre. Ambos junto al arqueólogo Gordon o el antiguo mozo de comedor y ahora falangista Cala figuran entre los secundarios más logrados del elenco no familiar, al que se suman personajes históricos como el siniestro delegado gubernativo Díaz Criado o el carismático torero El Algabeño, reconvertido en escuadrista. Y otros inspirados en tipos verosímiles como el médico clandestino Mariani o su socio el ambiguo Paneque, protegidos por un turbio comisario, que reflejan la degradación moral de la tropa que celebraba el heroísmo de la Cruzada alejada de los peligros del frente.
El mismo encanallamiento se observa en la proliferación de los negocios sucios como los préstamos usurarios, la puesta en marcha de un "observatorio" pornográfico relacionado con el voyeurismo o los escándalos soterrados como el que implicó a miembros del clero en una trama de corrupción, tráfico de antigüedades y prostitución masculina. Y en la arbitraria pero implacable persecución de que son objeto los masones o los homosexuales, que se traduce en palizas bestiales propinadas a los "jovencitos epicenos". Tanto los cuadros costumbristas como los partes bélicos, que permiten situar el marco temporal de la acción, adolecen a veces de cierto didactismo, pero sobre todo los primeros resultan muy plásticos y evocadores de aquella Andalucía agraria –la vapora es también un símbolo de la incipiente mecanización de la agricultura– que pocos años después quedaría para siempre en el recuerdo. Como en la primera parte, los mundos del flamenco o la tauromaquia, las constantes referencias gastronómicas, las exactas descripciones del atuendo o el mobiliario, le dan a la narración un aire de verdad no sólo documentada, sino vivida. Ni Jerónimo, cuyos labios insinúan una mueca de desprecio, ni los demás personajes de la saga son los mismos después de la "ola de odio, violencia y destrucción" que ha cambiado los destinos de la familia y del país entero.
Ha empezado la guerra europea, de final todavía incierto. El ya conde de Palmagallarda, distanciado de sus parientes, parece abandonarse a la vida crapulesca y la melancolía se abate sobre los ancianos Monsalves, que residen ahora en un chalé de Sevilla. La madre y los hermanos de Jerónimo, caracteres perfectamente definidos de los que el lector espera con avidez nuevas noticias, sufren los bombardeos de la Luftwaffe en Inglaterra. El doble duelo del final, como señalando el crepúsculo de toda una época, tiene la fuerza de una alegoría.
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