OBITUARIO
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Contra el padre

Pascal Bruckner conjura los demonios familiares en una perturbadora narración autobiográfica donde revela una parte desconocida de su pasado.

Ignacio F. Garmendia

05 de julio 2015 - 05:00

Un buen hijo. Pascal Bruckner. Trad. Lluís Maria Todó. Introd. Juan Manuel Bonet. Impedimenta. Madrid, 2015. 224 páginas. 19,95 euros.

Aunque ya no irradie el magnetismo de antaño, la cultura francesa tiene la virtud de producir, si cabe expresarlo de este modo, figuras complejas, contradictorias, impredecibles, que no son fáciles de encasillar ni de interpretar de acuerdo con los modelos biempensantes. Discípulo de Barthes y Jakélévitch, Pascal Bruckner inició su trayectoria de la mano de los "nuevos filósofos" -Glucksmann, Lévy o Finkielkraut, "hermano espiritual" junto al que escribió, todavía en los setenta, El nuevo desorden amoroso- y ha dejado muestras de su voluntad provocadora tanto en los ensayos, polémicos, intempestivos, nada complacientes con los lugares comunes entre los que reposan o sestean los profesionales del compromiso, como en las novelas, con títulos tan celebrados en este último terreno como Lunas de hiel (1981) o Los ladrones de belleza (1997). Su nueva entrega, Un buen hijo, publicada el año pasado y ya disponible en la edición española de Impedimenta, no es propiamente una novela, sino un descarnado relato autobiográfico donde el autor aborda la tormentosa relación que lo unió o desunió a su padre, una figura abyecta, verdaderamente abominable.

De "'quest' terrible" habla el prologuista Juan Manuel Bonet, que inscribe la memoria de Bruckner en la estela de los testimonios escritos por otros hijos de antiguos 'collabos' o simpatizantes del Nuevo Orden instaurado por los nazis en los territorios ocupados, que en el caso de Francia, como es sabido, no fueron pocos ni escasamente entusiastas. Devoto hitleriano, y como tal racista y antisemita, el padre de Bruckner -fallecido dos años antes de que el autor emprendiera la redacción de estas páginas- no dejó nunca de suscribir el credo nocivo que había abrazado en los "años negros", aunque pasaría también por una etapa de simpatía hacia la extrema izquierda, y su ferocidad se reflejaba en el trato con su hijo único o hacia su mujer, la madre del escritor, una esposa autoinmolada -"se castigaba para castigar", compartiendo de hecho las ideas tóxicas de su verdugo- a la que aquel despreciaba y maltrató como un vulgar tirano. Era al mismo tiempo un hombre culto, ingeniero de profesión, que durante la guerra había trabajado para la Siemens en Alemania y Austria, aunque luego alegaría, para eludir la depuración, que lo había hecho como uno de los cientos de miles de trabajadores forzosos. Tenía raíces germánicas, apoyó con fervor el nacional-socialismo y permaneció toda su vida anclado en ese tiempo ignominioso que recordaba con nostalgia.

Todo esto nos lo cuenta Bruckner en un retrato duro, muy duro, pero a la postre no inmisericorde, brutalmente sincero -incluida la sorprendente revelación final- en la medida en que refleja y condena la brutalidad del padre sin veladuras ni paños calientes. A medida que avanza, no obstante, sin dejar de mostrar la insuperable repulsión que le inspiran las ideas o el comportamiento paterno, el propio autor descubre algo parecido a la compasión o la piedad hacia el viejo fanático y encastillado en el odio -"era como esos insectos que se quedan atrapados en el papel pegajoso, adherido al objeto de su cólera"-, con el que pese a todo no deja de tratar hasta el último momento. Hablando de él, Bruckner se explica a sí mismo por contraste y repasa sus edades sin sombra de autoindulgencia: "¿Soy yo mejor que mis padres? He evitado sus errores y he cometido otros". Y lo mismo a la hora de enfrentar el legado de sus padres espirituales o de recordar los años de formación, marcados por la resaca del 68. Del rencor permanente, nos dice, lo salvaron los libros y el ejercicio de la creación sin ataduras, a lo que se dedican algunos de los pocos pasajes celebratorios de una evocación que llega a ser asfixiante como un gas venenoso. Del contacto con la podredumbre nace el deseo de alejarse de ella: "Mi padre me permitió pensar mejor pensando contra él. Yo soy su derrota: ese es el regalo más hermoso que me hizo". Hay valor, generosidad y grandeza en esta semblanza demoledora que muestra sin pudor las heridas y combate el autoritarismo en carne propia.

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