Diálogos al calor del clarinete
Barragán & Wendeberg | Crítica
La ficha
Barragán & Wendeberg
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Diálogos concertantes. Pablo Barragán, clarinete; Michael Wendeberg, piano.
Programa:
Johannes Brahms (1833-1897): Sonata para clarinete y piano nº2 en mi bemol mayor Op.120 nº2 [1894]
Alexander Scriabin (1872-1915): 11 Preludios para piano de la Op.11 [1897]
Leonard Bernstein (1918-1990): Sonata para clarinete y piano [1942]
Francis Poulenc (1899-1963): Sonata para clarinete y piano en si bemol mayor FP 184 [1962].
Lugar: Sala Manuel García del Teatro de la Maestranza. Fecha: Domingo, 12 de enero. Aforo: Tres cuartos de entrada.
El ciclo de Diálogos concertantes empezó de forma espectacular en una remozada Sala Manuel García. A pesar de que un par de días antes, Joaquín Riquelme, el excepcional violista murciano de la Filarmónica de Berlín, se vio obligado a cancelar su presencia en Sevilla por una enfermedad y el trío originalmente previsto se quedó en dúo, la sesión tuvo desde el mismísimo arranque un altísimo voltaje. Una estructura de láminas de madera rodeando el escenario, que estaba de estreno, funcionó a la perfección como pantalla acústica para recoger y amplificar el sonido de los dos intérpretes. La primera frase brahmsiana salió de los labios del marchenero Pablo Barragán con una calidez maravillosa.
Fue esa calidez, ya bien conocida de su sonido, su flexibilidad tanto en las progresiones dinámicas como en el fraseo los que se impusieron en un concierto extraordinario. El lirismo sereno de la última Sonata de Brahms (la cantabilidad del tercer movimiento resultó por completo arrebatadora) deslumbró tanto en el control de los matices como en el contraste, con un pianista de sonido aguerrido, poderoso, que sin embargo, nunca tapó ni emborronó la línea del clarinete.
El pianista alemán Michael Wendeberg siguió luego con una serie de once preludios de los veinticuatro de la Op.11 de Scriabin, que tocó en versiones tensas, más volcadas hacia el contraste dinámico que hacia el color.
En la segunda parte del recital, Wendeberg dio lo mejor de sí mismo en dos obras señeras del siglo XX. En la juvenil Sonata de Bernstein lució con una explosión de contundente energía y jovial vitalidad que Barragán completó con esmerada agilidad en la digitación. La última prueba era la exigente Sonata de Poulenc, una obra que combina ternura, humor y melancolía. El arranque resultó fulgurante y Barragán brilló tanto en los pasajes más delirantes como en los momentos más cantábiles, mostrando una vez más ese timbre cálido, delicado y conmovedor que al principio del segundo movimiento pareció trascendido. Wendeberg lo siguió en los cambios de ritmo y de carácter con precisa sincronía.
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