El oscuro, deslumbrante, irregular e imprevisible genio de David Lynch
Cine
El director de ‘Terciopelo azul’ y ‘Mulholland Drive’, que falleció ayer a los 78 años, fue un cineasta fieramente independiente y dueño de un universo propio
Muere David Lynch, un cineasta visionario, inquietante y único
Cuando David Lynch, fallecido ayer a los 78 años, debutó en el largometraje con Eraserhead (Cabeza borradora, 1977) nada podía hacer sospechar que su siguiente proyecto sería El hombre elefante (1980). Una película experimental, en muchos sentidos revolucionaria, profundamente perturbadora –Kafka en versión underground con toques pulp y surrealistas–, por la que luchó durante seis años hasta lograr rodarla en blanco y negro con un bajísimo presupuesto reunido gracias a una beca del American Film Institute, préstamos de amigos y sus modestos ahorros; y, tras ella, una gran producción histórica de estilo fundamentalmente clásico rodada en Londres con un reparto de lujo encabezado por John Hurt, Anthony Hopkins, Anne Bancroft, sir John Gielgud, Wendy Hiller y Freddie Jones. Entre una y otra están –además del genio de Lynch– el productor, exhibidor y distribuidor Ben Barenholtz y el actor, director y productor Mel Brooks.
Barenholtz era un promotor de cine independiente y un descubridor de talentos que convirtió su empresa y su Elgin Theater de Nueva York en un escaparate de nuevos talentos: por su sala, además de Lynch, pasaron los vanguardistas Jonas Mekas, Kenneth Anger, Andy Warhol o Jodorowsky y los jóvenes Jonathan Demnme, Martin Scorsese, John Sayles o los hermanos Coen. Él creyó en esta Cabeza borradora que nadie quería, la proyectó y la distribuyó hasta que, en proyecciones de madrugada, se fue convirtiendo en un fenómeno a la vez cinematográfico y generacional que Stanley Kubrick elogió.
El actor, productor y director Mel Brooks especializado en la comedia –creador en televisión de El superagente 86 y en cine de Los productores, Sillas de montar calientes o El jovencito Frankenstein–, que podría representar lo opuesto a Barenholtz, vio Eraserhead y supo que había encontrado al director capaz de llevar al cine la historia real de John Marrick, el fenómeno exhibido en las ferias victorianas que fue rescatado por el doctor Frederick Treves. Era una operación que podría parecer suicida a quienes tuvieran menos ojo que Brooks para el talento y más miedo al riesgo de confiar en el director de una única película tan revolucionaria y oscuramente genial. Filmando en un estilo clásico lleno de vigor y de poderosas innovaciones dramáticas, Lynch demostró un asombroso dominio de todos los registros del cine. La película logró ocho candidaturas a los Oscar más importantes.
Ya en la cumbre, Lynch firmó dos películas con De Laurentiis. La primera, la superproducción Dune (1984), sobre la mitificada novela de Frank Herbert, fue un fiasco artístico, un descalabro crítico y una ruina económica. La segunda, Terciopelo azul (1986), proyecto por el que Lynch luchaba desde hacía años, representó lo contrario: un éxito de crítica y de público en respuesta a la propuesta personalísima de un director que volvía a encontrarse consigo mismo. Pero la industria desconfiaba de él, por lo que, junto al guionista, director y productor Mark Frost, se embarcó en la aventura televisiva Twin Peaks (1990), de inmenso éxito, consagrándolo, junto a Terciopelo azul, como el creador de nuevos caminos estéticos y dramáticos para el cine negro.
Esta era la compleja personalidad de David Lynch, director tan genial como irregular, fieramente independiente, capaz de abordar con el mismo talento un estilo y su contrario, de pasar de lo más oscuro a lo más luminoso o de lo más complejo a lo más simple. Siguieron películas arriesgadas, comercialmente fallidas y artísticamente discutidas que, pasado el tiempo, son consideradas de culto –Corazón salvaje (1990, Palma de Oro en Cannes) y Carretera perdida (1997)- tras las que dio el asombroso viraje de Una historia verdadera (1999), repitiendo el alarde del salto de Eraserhead a El hombre elefante con mucha mayor radicalidad: del estilo barrocamente exasperado, la negrísima violencia y el pesimismo de sus dos películas anteriores pasó a escribir con recia sobriedad fordiana una sencilla historia conmovedora. Para volver a virar tras ella a su personalísima interpretación del cine negro –que, hay que insistir, él revolucionó en su transición al llamado neo-noir como Welles hizo con el cine negro clásico con Sed de mal– con Mulholland Drive (2001) e Inland Empire (2006).
Inclasificable, hermético, dueño de un mundo visual y temático propios, capaz de pasar de las mayores audacias al clasicismo, reinventor de géneros –porque si el moderno cine negro le debe mucho, si no todo, también lo hace el terror–, libre en su ir y venir del cine independiente a la industria, David Lynch es –entiéndaseme bien lo que quiero decir– más grande que su tan desigual como fascinante obra, que al final parece destellos de un genio que estalla deslumbrante e imprevisiblemente, como si su cabeza fuera un polvorín y un almacén de fuegos artificiales al que le hubieran prendido fuego.
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