La oscuridad que acecha
De libros
Éric Vuillard se asoma en 'El orden del día', un libro espléndido, construido mediante escenas trepidantes, a las bambalinas del ascenso de Hitler al poder
La ficha
'El orden del día'. Éric Vuillard. Trad. Javier Albiñana. Tusquets. Barcelona, 2018. 144 páginas. 17 euros.
Al comienzo de estas páginas, Vuillard recuerda el entusiasmo de Lord Halifax por el prontuario nacionalista de Adolf Hitler, tras entrevistarse con el Führer por orden del primer ministro británico Neville Chamberlain: "El nacionalismo y el racismo son fuerzas pujantes, ¡pero no las considero ni contra natura ni inmorales!".Ese mismo asombro es el que mostrará sir Nevil Henderson, embajador de Su Majestad ante el Reich, cuando contemple las multitudes nazis, reunidas en Nuremberg bajo la luminaria vertical de Albert Speer. Henderson llamará a este efecto -la oscuridad ceñida y ordenada por los reflectores- "catedral de hielo". Y no deja de ser una ironía supremacista que Halifax fuera un tullido con un brazo yerto, como el kaiser Guillermo. Sea como fuere, es Erich Fromm quien define, tras la enorme devastación de la guerra, el modo en que el mundo se aproximó, no sin cierta alegría, a su propia y casi definitiva consunción. Fromm llamará a este apetito de lo oscuro "el miedo a la libertad", un miedo a la libertad que aún hoy nos sugestiona y nos tienta.
Digamos, en primer término, que este espléndido libro de Vuillard, construido sobre una concisión admirable, y cuya fuerza es la fuerza de lo sugerido, la fuerza borgiana, guadianesca, circunvolutiva, de lo no dicho. Resulta, por tanto, inevitable aludir a Pierre Michon y Jean Echenoz como otros dos magister galos que comparten con Vuillard no sólo un estilo sincopado, lírico, electrizante, sino un campo concreto de la literatura, lindero con la Historia. Una Historia, aclaremos, que no se presenta al modo posmoderno (vale decir, como material de ficción), sino como una leal indagatoria de los hechos, no siempre gloriosos, del pasado. ¿Qué se relata, en breves y escogidas láminas, al modo de fotografías que tiemblan e incriminan a sus protagonistas, en El orden del día? Se presenta una concisa evolución del nazismo, desde el momento en que la gran industria alemana acude a sufragar el ascenso de Adolf Hitler (nos referimos a Opel, Siemens, Krupp, Bayern, Thyssen, Allianz y cuantas participaron en la construcción del Reich y en la meticulosa explotación, como mano de obra perecedera, de los internos en los campos de exterminio); digo que se presenta la evolución del Reich desde aquella reunión inaugural en el Reichstag en febrero de 1933, hasta la invasión de Austria y Checoslovaquia. Una invasión, la de Austria, que en absoluto careció de multitudes entusiastas que aguardaban la llegada del Führer, y una reacción -la de los aliados-, que se movió entre la inacción y una cierta aquiescencia, la célebre "política de apaciguamiento" de Chamberlain, cuyos exiguos resultados son de sobra conocidos.
Recordemos que, por aquellos días, en plena Guerra Civil, el PNV de Luis Arana se ofrecía a las futuras potencias en litigio, bien como protectorado inglés, bien como protectorado nazi, en nombre del oprimido pueblo vasco. Y no es necesario insistir en el papel de Edmond de Valera en las negociaciones de Irlanda y Alemania (o los tratos, en igual sentido, de la exigua administración tibetana). En aquella hora cenital de los nacionalismos, las grandes potencias miraron, no sin cierta simpatía, el anticomunismo de Hitler, de modo que creyeron encontrarse algo así como un leal cancerbero, que haría el trabajo de contención que la Europa occidental no se encontraba en disposición de hacer. En ese pliegue, pues, en ese papel de ordenanza centroeuropeo, es donde vemos crecer la figura trémula e iracunda de Adolf Hitler, sin suponer que en breve ambos autócratas, Hitler y Stalin, se repartirían el despojo de Polonia ante la Sociedad de Naciones.
Cómo la civilización se doblega y atiende a las razones de la infamia (pero no al socorro de las libertades públicas), es quizá el misterio que Vuillard pretende elucidar aquí, presentando a una distinguida cenefa de caballeros que se reparten el futuro de Alemania -y el destino del mundo- sin demasiados remordimientos. Y acaso Vuillard vaya más lejos: acaso insinúe una reiterada ceguera ante la lenta cimentación de la barbarie.
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