Visto y Oído
Francisco Andrés Gallardo
Emperatriz
de libros
'Dostoievski'. André Gide. Trad. Laura Claravall. Ediciones del Subsuelo. Barcelona, 2016. 214 páginas. 17 euros.
Se sonríe uno al encarar estas límpidas páginas en las que André Gide demuestra la importancia de la obra de Dostoievski; y es que el documento mezcla valor y curiosidad: lo que ahora puede pasar -y así lo sigue siendo- como una enjundiosa introducción a la literatura de uno de los escritores más importantes de todos los tiempos, en su día fueron actos, digamos, de intervención: artículos y alocuciones (seis en el Vieux-Colombier) con las que persuadir a los franceses de principios del XX de la necesidad de atreverse con las páginas de un coloso al que el diplomático De Vogüé, principal introductor en Francia de la literatura rusa a partir de su Roman russe (1886), había despachado con líneas tan desafortunadas como éstas: "Tampoco me detendré en Los hermanos Karamázov; de todos es sabido que son muy pocos los rusos que han tenido el valor de leer hasta el final esta historia interminable".
Hay bastante aquí, entonces, de cuidada pedagogía, pues Gide, por el contrario, pensaba ya entonces que Dostoievski era la cúspide oculta de la literatura rusa -siguiendo su alegoría alpina, la cima brumosa tras la enorme mole montañosa que suponía Tolstói-, y no sólo eso, sino que su autoexigente obra y la compleja paleta humana que la poblaba daban la más clara noticia de lo nuevo, como Ibsen en la dramaturgia o Nietzsche en la filosofía, pero superando a ambos; en las cuitas de Raskólnikov, Mishkin o Aliosha Karamázov, en sus abismos psicológicos, Gide sentía al alma rusa rescatando a la vieja Europa, culminando y conciliando sus tendencias literarias. Así que se trató de transmitir verdadero entusiasmo a un público lector al que sólo se le había deparado un mediocre paternalismo, sin por ello olvidar que el ruso podía resultar ambiguo, enigmático e incluso desagradable al culto conocedor de Balzac, Stendhal o Flaubert.
Asumiendo que Dostoievski era alguien "que nadie sabe muy bien cómo utilizar", Gide, que lo conoció a partir de la publicación de su Correspondencia, empieza por tantear su esquivo estatuto -conservador, sin ser tradicionalista; zarista a la vez que demócrata; cristiano ortodoxo a la par que liberal antiprogresista- del lado de la persona. Sin duda una buena táctica, porque si bien Gide, como luego Blanchot, menosprecian el yo en favor del él, es decir, alientan una creación literaria otra, al margen de dietarios, revelaciones o alegatos mediante los que un autor puede expresarse en paralelo a la obra literaria, la vida aciaga del ruso bien que acumulaba ese suplemento de tragedias que suele llamar la atención del lector impresionable. Así, inteligentemente, se convoca aquí al prisionero de Siberia, al joven viudo, al humilde padre y amantísimo hermano que encallecido en el sufrimiento (Leiden) y en la compasión (Mitleiden), se adorna con el don, caro a la religión ortodoxa, de la confesión pública de pecados y malas acciones. Todo, a fin de cuentas, para captar la atención de un potencial lector al que cautivar con alicientes extraliterarios.
Asumida la estrategia, el grueso del libro, que se nutre de esa serie de conferencias que antes mencionábamos y en las que Gide ya se permite profundizar en las principales novelas del ruso, se presenta como un apasionado canto a las virtudes de un escritor siempre escurridizo ya que, así piensa el francés, porta consigo una semilla de futuro que, como una inagotable parábola, convierte sus escritos en un inmanejable vademécum donde los sentimientos contrarios se enfrentan bruscamente y el lector persigue infructuosamente la síntesis: si la humildad y el amor abren las puertas del cielo, con las del infierno lo hace la humillación, pero bien y mal conforman en ambas experiencias una taracea tan compacta que nunca se sabe cómo acertar en el diagnóstico, ya que el ofendido, como en Memorias del subsuelo, puede encontrar en la deshonra la exaltación del orgullo que le era necesario, igual que el niño, comenta Gide sobre Los hermanos Karamázov, muerde de rabia el dedo de Aliosha como única manera de expresar el amor que por él siente.
Acercándolo y contextualizándolo junto a Nietzsche, Blake y Browning -estrellas de la misma constelación, según el francés-, Gide pretende nombrar el exceso que supuso y supone Dostoievski como un más allá de la psicología al uso que se traduce en un incierto careo con sentimientos sinceros y puros. Si no acertamos a vislumbrar si Raskólnikov se abrirá a la colectividad una vez que la cárcel paute sus días en Crimen y castigo, se debe a que el ruso siempre cultivó una parte de sombra. Gide, para explicarlo con sabiduría y belleza, recurre a la pintura y contrapone a los artistas del "panorama" -como Tolstói o Stendhal, según el cual una novela es "un espejo que se pasea por un ancho camino"- con aquellos del "cuadro", entre los que Dostoievski actuaría de suma y epítome: frente a la luz que lo da todo a ver, arte de la línea de un David, están los que iluminan desde un solo foco, arte del claroscuro a lo Rembrandt, que siempre condena una zona del personaje a la densa oscuridad. La narrativa, entonces, se arremolina, se desdibujan los contornos y moral y psicología entablan extrañas conversaciones.
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