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Al oriente de oriente

Al final de su vida, en una noche de insomnio, un musicólogo y arabista vienés evoca el sinfín de lazos entre Oriente y Occidente en 'Brújula', la obra con la que Mathias Enard ganó el Goncourt.

El escritor francés Mathias Enard (Niort, 1972), retratado hace unos días en la Fundación Tres Culturas, durante una visita a Sevilla.
Javier González-Cotta

09 de octubre 2016 - 05:00

BRÚJULA. Mathias Enard. Trad. Robert Juan-Cantavella. Random House. Barcelona, 2016. 434 páginas. 22,90 euros

Álvaro de Campos, el heterónimo de Pessoa, soñaba con un oriente al oriente de Oriente. Para Goethe la idea vivificante de Oriente era lo opuesto a la muerte, el jardín apartado a donde no llegaba la poda macabra de la parca. Si por el Este nace la aurora, en Occidente se fragua su apagamiento y su nadir. El murciano andalusí Ibn Arabi decía que en Occidente nos hallábamos inmersos en la umbría del mundo.

Ganadora del Premio Goncourt, la nueva novela del francés Mathias Enard se desborda en cuanto a parámetro de novela en sí y nos hace reflexionar acerca de qué pensamos sobre lo que es Occidente y lo que es Oriente. Si son disímiles. Si son espacios condenados a la noche eterna del recelo. O si, por el contrario, son vasos comunicantes, una especie de alteridad y de savia nutricia sin el que el uno no estaría completo sin el otro. A Enard no le agrada hablar de puentes culturales (por lo geográfico y lo simbólico, el Bósforo en Turquía se asocia siempre al cargante cliché: ser un puente entre culturas). Si aceptamos que hay puentes es que defendemos la idea de que existe una diferencia, una frontera, un limes que siempre acabará propiciando el desencuentro. Para Enard no hay puentes porque no hay ríos ni meandros enfrentados de orilla a orilla.

Visto el panorama (los conflictos en Siria, en Iraq o en el olvidado Yemen), la propuesta suena utópica tal vez, lo propio de eso que damos en llamar como buenismo multicultural. Es cierto que no debe hablarse de alianza de civilizaciones, sino de alianza de gentes civilizadas (recuérdese aquella perla de la que antaño hablaba el esclarecido Rodríguez Zapatero). Pero leyendo esta novela el lector queda seducido por la envolvente idea del encuentro, de la continuidad de conciencia entre Occidente y Oriente. Enard no pertenece ni mucho menos a la cuerda del buenismo laxo. Es un escritor de fuste, ambicioso, enciclopédico, pero nada ufano ni pretencioso. Por eso suele concebir sus novelas -salvo sus nouvelles como El alcohol y la nostalgia o Habladles de batallas, reyes y elefantes- en busca de una potencialidad total.

Ya sucedió esta busca de la totalidad narrativa en la que tal vez sea su mejor novela, la nocturna y heridora Zona. En lo formal tanto Zona como Brújula comparten un monólogo, una suerte de monodia evocativa a cargo del protagonista, quien va revelando la cinta de su memoria, los lugares visitados, los viajes, las cicatrices del tiempo. Y todo se cuenta en aluvión. Pero si en Zona se daba rienda suelta a una memoria bélica (su atribulado protagonista, entre otras obsesiones colectivas y personales, recreaba las grandes iniquidades del siglo XX), en Brújula es otra la memoria que se desata, más nostálgica, menos bronca. Los contornos del país llamado ayer se perciben a través del opio y de su adormidera.

Enard defiende que la melancolía no ha de ser necesariamente un duelo por el tiempo. La melancolía puede tener una enorme fuerza creativa. De hecho el brote melancólico está presente a lo largo de esta caudalosa novela, que se basa en los recuerdos de Franz Ritter, musicólogo vienés y arabista, y la cultísima, bella y también arabista Sarah, parisina de cuna.

A tenor del título, Brújula nos guía por un persistente viaje hacia el Este, todo lo que va más allá de Viena, la otrora Porta Orientis. La brújula, pues, nos orienta hacia Oriente (de ahí el significado del verbo). Franz Ritter evoca así los años de cultivo y formación intelectual en ciudades que en cierto modo los orientalistas académicos asociaban a una idea de lugar, por encima del topónimo o de las veleidades políticas del momento. No quiere decirse con ello que por ser ciudades de Oriente estuviesen preñadas de exotismo, de ensoñación y concupiscencia (Antonio Gala destrozaría el canon con La pasión turca, que agitaba para bien el imaginario sexual de las adorables señoras casadas, pero que era una burda aproximación al mito erótico de Oriente). El viaje de Franz nos lleva de Estambul a Damasco, Alepo, Palmira, Teherán antes y después de Jomeini y, allende la India, hasta Borneo. Todo lo rememora Franz, acuciado ahora por la enfermedad, durante una larga, larguísima noche de insomnio y opio en su casa de Viena.

Brújula es también una profunda historia de amor -frustrado- entre el enamorado Franz y Sarah, la huidiza y diletante Sarah. La herida sin cura se va relatando entre citas, fragmentos, excursos intelectuales y digresiones profundísimas sobre música oriental y poesía sobre todo (descubrimos, entre otros nombres desconocidos, al oscuro escritor iraní Sadeq Hedayat, autor de La lechuza ciega y, para algunos, el hermano oriental de Kafka). Pero sobre todo, como sugeríamos, Brújula viene a ser una heterodoxa puesta al día de lo que entendemos por Oriente y por orientalismo en este siglo XXI. Quedan ya muy lejanas las visiones que nos legaron los viajeros europeos del XIX. Igual que nos queda lejos el canon establecido hace casi 40 años por Edward Said, con su idea de Oriente visto como imagen de poder de Occidente.

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