Alba Molina | crítica
No lo es ni pretende serlo
V13 | Crítica
V13. Crónica judicial. Emmanuel Carrèrre. Trad. de Jaime Zulaika. Anagrama. Barcelona, 2023. 272 págs. 20,90 €
El título de esta obra de Carrère se corresponde con las iniciales de una fecha muy precisa: el viernes 13 de noviembre de 2015, cuando se suceden los atentados del Stade de France, las terrazas del este de París y la sala Bataclan, donde mueren asesinadas 130 personas. A pesar de este título, V13 no es la reconstrucción personal o la aproximación literaria de Carrère a unos sucesos abominables. V13 es el fruto de las crónicas semanales -luego significativamente aumentadas y retocadas- que Carrère escribió para la revista L'Obs durante el proceso a los autores de los atentados. Esto significa que el presente libro es el relato periodístico -pero no solo- de una actividad posterior a las matanzas: la laboriosa ordenación jurídica de unos hechos, como forma de clarificación -¿y aceptación?- de lo execrable. En esta clarificación, como es obvio, irá incursa la necesidad de impartir justicia; pero hay también otra necesidad que es la que Carrère cree adivinar al final de este drama judicial, y que no es otra que cierta epifanía, cierta idea de redención, vagamente lustral, que permite a los intervinientes ceñirse de nuevo a sus vidas.
Hay mucha literatura judicial a la que Carrère pudiera haber tomado como ejemplo. Es, sin embargo, una sencilla crónica ambiental (en su más lato y polisémico significado), la que ha escogido el escritor para dar fe, tanto de la solemnidad del tribunal, de la distinta condición de los acusados, como de la verdad perpleja y abisal de los supervivientes (una verdad reiterativa, brutal, inabordable). Luego daremos algún ejemplo de este tipo de literatura, de ficción o no, por la que, en ocasiones, alcanzamos a conocer parcelas del corazón humano difícilmente aceptables. En esta ocasión, la estrategia de Carrère ha sido la de presentarse como observador de un largo juicio. Pero un observador, ni siquiera imparcial, cuyos sentimientos y dudas y flaquezas forman parate de este mismo “espectáculo” judicial, considerado como una suerte de “oficio de tinieblas” donde al final, paradójicamente, debe hacerse la luz. En tal sentido, veremos a Carrère sobrecogerse con los testimonios, admirar a los letrados, compadecerse de algún reo, volver sobre lo inconcebible, confiar en la proporcionalidad de las penas. También lo conoceremos al cambiar de opinión -y confesarlo- con cada alegato de la acusación o la defensa. Hay algo, en cualquier caso, que Carrère sabe hacer con respetuosa delicadeza: buscar al hombre concreto bajo la terrible abstracción del terrorista.
Por otra parte, que la resolución del proceso sea más o menos satisfactoria a juicio de Carrère, no excluye cierta epifanía final en la que la justicia obra el modesto milagro del retorno a la vida, de la ordenación del caos. El énfasis con que Carrére pondera a los oficiantes del drama: fiscales, defensores, miembros del tribunal, parece expandirse en tal sentido. ¿Es esta una necesidad, no solo del propio Carrère, sino de quienes, testigos o víctimas -e incluso algunos acusados de menor cuantía-, esperan una forma de restitución, de vuelta a un orden, a una cotidianidad imposibles, que los alivie de sus respectivos pesos? Es probable. Hay algo, a pesar de las divagaciones que pudiera propiciar un juicio tan largo, tan complejo, que concierne a tantos aspectos cruciales del hecho civilizatorio, que Carrére ha puesto siempre, incluso en su faceta más inhóspita (cómo se tasa el dolor, la pérdida, la íntima destrucción de un ser humano)...; y este algo es la aflicción de las víctimas y sus familiares, así como la oquedad sin bordes a la que se asoma alguien cuando ha conocido el terror, la arbitrariedad, el inicuo placer de la violencia.
Hay en esa alegría final de Carrère, coincidente con el fin del juicio, después de haber reconstruido pacientemente la arboladura de aquellos crímenes, algo de fragilísimo conjuro. Un conjuro que, si bien no puede atribuirse la categoría de suficiente, si debe consignarse -para restituirnos al ámbito de lo humano- entre los hechos necesarios. El lector debe saber que en V13 hay páginas escalofriantes, de difícil olvido. Pero también hay una conmiseración verídica, y un intento de ser, no solo compasivo, sino ecuánime. Si se me permite decirlo así, V13 es una restauración de lo litúrgico, de lo sagrado, por otros medios.
Sin salirnos del XX, y sin alejarnos demasiado de Francia, cabría citar, como literatura judicial, el Yo, Pierre Rivière de Michel Foucault, cuyo paralelismo con el Pascual Duarte de Cela (o con el yo aflictivo de la picaresca) no debe dejar de consignarse. Añadamos a esto El queso y los gusanos de Carlo Ginzburg, en el que se estudia el proceso inquisitorial a un molinero del siglo XVI; el Allá lejos de Huysmans, donde se reproduce el escalofriante juicio a Gilles de Rais, el legendario Barba Azul, mariscal de Juana de Arco; o ya más vagamente, El caso Moro de Sciacia, el cual reproduce una sobrecogedora investigación parlamentaria. Más lejos del XX, pero muy cerca de la misteriosa entraña de los hombres, el lector curioso de estos asuntos judiciales tiene a la mano uno de los grandes procesos del XVII, el proceso a las brujas de Zugarramurdi, en Navarra, donde el inquisidor Alfonso de Salazar y Frías ejerció como eficaz y exacto valedor de la razón humanista, frente al rigor fanático del inquisidor del francés, Pierre de Lacre. En Las brujas y su mundo, del formidable erudito Julio Caro Baroja, el lector encontrará noticia abundante de aquella hora de luz en la oscuridad, alucinada y trémula, de las aldeas del norte.
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