El orden de lo exótico

El sabor del chocolate | Crítica

Debate publica, con su particular y destacada atención a la gastronomía, 'El sabor del chocolate' del historiador italiano Piero Camporesi, obra de erudición ligera y encomiable

El historiador y antropólogo italiano Piero Camporesi (1926-1997)
Manuel Gregorio González

27 de febrero 2022 - 06:00

La ficha

El sabor del chocolate. Piero Camporesi. Trad. Juan Rabasseda y Teófilo de Lozoya. Debate. Barcelona, 2022. 272 páginas. 19,90 €

El lector afortunado tiene a su disposición esta obra de Camporesi, El sabor del chocolate, cuyo subtítulo define con exactitud el contenido de la obra: Lujo, moda y buen gusto en el siglo XVIII. Los aficionados a la pintura harán bien en imaginar la amable escuela cortesana del rococó, así como aquellas escenas familiares que recoge Hogarth, llenas de humor y desenvoltura; o aquellas otras, de una sincera y callada intimidad, en la que Chardin da cabida a una categoría que habrá de protagonizar el mundo contemporáneo: la burguesía y su lujo más modesto, más organizado, más racional, que los grandes holocaustos palaciegos que conocemos, entre nosotros, por la gran cocina barroca y el Arte de cocinar de Martínez Montiño.

El siglo de la racionalización de los manjares se rigoriza en la 'Fisiología del gusto' de Brillat-Savarin

Este cambio de escalas y de gustos, que es consecuencia, entre otros muchos asuntos, de la llegada a Europa de productos exóticos, como el café y el chocolate, lo reproduce con extraordinaria perspicacia nuestro francisco de Goya, cuando pinta a la familia real, como a un copioso y elegante linaje burgués, hacinado en un parco escenario, que remite, sin embargo, a la despojada amplitud del viejo alcázar Habsburgo, que conocemos por las Meninas. Este siglo de de la racionalización de los manjares, por otra parte, es el que se rigoriza en la Fisiología del gusto de Brillat-Savarin, cuyo título destaca ya el espacio y el carácter de esta nueva cuestión culinaria: la indagación fisiológica, por un lado, y su consideración estética por el otro. Es en esa misma época cuando Montesquieu escribe su Ensayo sobre el gusto, y cuando Burke, Kant, Hogarth, Reynold, Blair, etcétera, atienden a una formulación más rigurosa de lo bello. Lo cual quiere decir que, junto a una mayor importancia de lo salubre, existe una estetización de la vida, a cuyo fondo se adivina una de las grandes categorías ilustradas: la felicidad del hombre y su recta ordenación del mundo.

Dicha inmersión del hombre en la civilidad urbana de los cafés, en la noche iluminada de las ciudades, viene espléndidamente recogida, por ejemplo, en El Cádiz romántico de Alberto González Troyano. Y es en la Historia de la gastronomía del gran Nestor Luján, editada igualmente por Debate, donde el lector encontrará, junto a la noticia exacta de las novedades de aquella hora, una altísima literatura que supera, con mucho, a Revel y su estupendo Un festín de palabras. En Camporesi, como ya se ha señalado, se concilian la erudición del historiador y la ligereza del mejor ensayismo. Lo cual exige tanto una probada capacidad de síntesis, como una amplia visión del fenómeno, donde los productos de ultramar, donde su refinamiento y adopción a las cocinas del Viejo Mundo es una parte importante de aquel fenómeno, ya evidente en las Cartas persas de Montesquieu y en la traducción de Galland de Las mil y una noches, recogido bajo el rubro de lo exótico.

No debemos, pues, olvidar este carácter urbano, esta extensión nocturna de la civilidad, de la que emerge, como un príncipe sin reino, el cocinero. Un cocinero que tiene las habilidades y conocimientos del científico, pero que ambiciona la destreza inventiva del artista. El paso de Vatel a Carême es, entonces, el paso de la aparatosa cocina barroca, basada en las carnes de caza, en la robusta cocina venatoria, a la cocina más aperitiva y salubre del Setcientos, en la que el pescado (la vieja batalla de Don Carnal y Doña Cuaresma) adquirirá mayor importancia.

Digamos, para terminar, que Camporesi, siguiendo a Hazard, plantea este nuevo mundo, hilvanado por bebidas estimulantes, el café y el chocolate, favorables a la sociabilidad, como un traslado del foco cultural, desde el mediterráneo italiano y español, a los países del norte, Francia y Gran Bretaña principalmente. “La crisis de la conciencia moderna” sería, pues, esta nueva domesticación del globo, en su vastísima variedad, en los manteles de París y Londres. Pero es la primacía del chef, como en el siglo anterior fue la del artista, la que definirá la nervadura secreta de este siglo, el Siglo de las Luces (nocturnas), que se soñó más humano y digerible que el hondo galeón barroco.

El arquitecto y el pastelero

Es Carême, con gracia exagerada, quien explica el ámbito de sus indagaciones cuando escribe que “existen cinco bellas artes: la pintura, la poesía, la música, la escultura y la arquitectura, cuya rama principal es la pastelería”. Queda claro, por tanto, que el cocinero de Talleyrand un refinado humorista y un obrador ambicioso. Pero también, y por los mismos motivos, es un hijo de la Ilustración cuya imaginación y cuyo entendimiento no andan lejos de Mutis y Linneo y su pericia clasificatoria, que se resume en el adagio latino recuperado por Kant, a la hora de explicar la naturaleza de su siglo: atrévete a saber, sapere aude.

Bien es verdad que, ya en el XVII, Montiño recomendaba la higiene y el orden en las cocinas, como forma más exacta de su arte. En el XVIII, sin embargo, es ya la limpieza de lo cocinado, la oportunidad digestiva de los alimentos, aquello que conformará un hombre nuevo, agilizado por el café, como Voltaire, y robustecido por los fogones, como el perspicaz Savarin, Pantagruel algo más cauto y demorado.

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