Una oportunidad a la inocencia
Dickens ingresó con su segunda novela, de la mano de su pequeño héroe, en el imaginario cultural de Occidente.
Oliver Twist. Charles Dickens. Trad. Pollux Hernúñez. Alianza Editorial. 604 páginas. Madrid, 2012. 9,90 euros.
Si una novela de Charles Dickens (Portsmouth, 1812 - Gads Hill, 1870) ha logrado convertirse en referencia arquetípica del imaginario literario y cultural universal a base de haber sido leída, releída, citada, deconstruida, recreada, adaptada, filmada, cantada, bailada, rimada, pintada y representada, ésa es Oliver Twist. El escritor la publicó por entregas entre 1837 y 1839 en la revista Bentley's Miscellany después de haber hecho lo propio con su debut, Los papeles póstumos del Club Pickwick. El lanzamiento constituía un reto, ya que este primer título reportó a Dickens un gran e inesperado éxito a sus 24 años y, como compete a todo segundo libro, Oliver Twist nacía marcado por su condición de aspirante a confirmación. Pero, por más que Holden Caulfield (uno de los muchos herederos literarios de Oliver Twist) afirmara que las expectativas son un asco, el segundo título no sólo superó en éxito al primero, sino que consagró ya a Dickens como autor imprescindible. El escritor construyó un héroe reforzado en su naturaleza de antihéroe que la Historia elevó a la categoría de mito. Y lo verdaderamente paradójico es que nunca hasta entonces la literatura inglesa había dejado el protagonismo de una novela en los ojos, la mirada, las decisiones, los errores y las desventuras de un niño. La apuesta no sólo le salió bien a Dickens: sin Oliver Twist, Mark Twain nunca habría escrito Hucleberry Finn. Y la historia de la literatura habría sido otra.
No obstante, que Dickens optara por un niño tampoco resulta extraño en su contexto. En la Inglaterra que despertaba del sueño ilustrado y se disponía a ingresar en una Revolución Industrial que habría de transformar para siempre sus señas de identidad, mientras el descomunal imperio empezaba ya a pesar demasiado, el asunto de la infancia no era precisamente menor. Las teorías que durante el siglo anterior habían prendido en Francia sobre el mito del buen salvaje, impulsadas por la pedagogía de Rousseau, todavía eran objeto de cálidos debates en la Europa del XIX. Dickens formula entonces un objeto narrativo en el que especula sobre el posible devenir de la inocencia sometida a influencias perniciosas: Oliver Twist sueña con residir tranquilo en el campo, junto a una familia a la que cree pertenecer, pero el destino lo arroja a la calles de Londres, donde tiene que sobrevivir a toda costa. La ciudad es una representación fidedigna y descarnada de los efectos de la Revolución Industrial: todo en ella es hampa, delito, chantaje, suciedad y tiniebla, frente a la bucólica felicidad soñada de la vida rural. Dickens no escatima en detalles. Su mirada a la canalla es implacable, y el realismo actúa como un foco denunciante. Si Victor Hugo aplicó a la mendicidad una mirada romántica en Los miserables casi 30 años después, el inglés no hace concesiones. Es este mundo de abusos al que termina abocada la inocencia, pero Dickens tampoco peca aquí de ingenuo y enseguida hace aflorar la culpabilidad. El subtítulo de la novela, The parish boy's progress, da buena cuenta de sus intenciones. El autor despliega una especie de modelo educativo al revés, como un espejo que ofrece el reverso de lo que debiera ser a quien mira; con ello persigue un objetivo similar al que asumió el autor español del Lazarillo de Tormes trescientos años antes. Ambos profesan un humanismo similar a modo de advertencia a su tiempo. Y los dos rematan con un final feliz, desconcertante a la vez que luminoso, que sin embargo no evita la sensación de pérdida: la felicidad es posible, aunque la inocencia se queda en el camino.
Pero más allá de los motivos que pudieron conducir a Charles Dickens a optar por un niño para bordar una crítica descarnada a su época, sumida en una profunda deshumanización, Oliver Twist es, sin renunciar a su intención social, una novela de aventuras. Y en este sentido, su ritmo, su arquitectura, sus contrastes y la implicación que obtiene del lector son propios de un modelo absolutamente válido todavía casi doscientos años después. El modo en que transforma gestos en imágenes es proverbial. Sus descripciones de lugares (beneficiadas en su exposición virtuosa por el binomio campo/ciudad) son exhaustivas pero siempre eficaces, sin que sobre ni falte una pincelada. Por no hablar de la soltura con la que Dickens incorpora la jerga de la delincuencia urbana londinense, un verdadero reto para traductores. Sin embargo, el gran valor de esta novela sigue siendo la construcción de sus personajes. Cabe subrayar especialmente a Fagin, el viejo judío que dirige la banda de ladrones y que se mueve entre la bondad aparente y la ambición menos escrupulosa. Juega a ser padre y padrastro, se conduce a base tanto de palizas como de lisonjas, pero su implicación en una muerte absurda no parece asaltar su conciencia. La narración de su ajusticiamiento en la horca se sigue leyendo una y otra vez con un nudo en la garganta. El resto de la galería, desde el criminal Bill Sikes hasta los otros niños, es un material humano de primer orden. Un verdadero festival para quien aún crea en la literatura.
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