A los ojos del Islam
¿Con qué Islam nos quedamos? ¿Cuál de sus formas prevalece? Sobre ello reflexiona Tamim Ansary.
Un destino desbaratado. La Historia Universal vista por el Islam. Tamim Asary. Trad. Roc Filella. RBA. Barcelona, 2011. 441 páginas. 26 euros.
La civilización islámica sigue siendo para el lector medio europeo uno de los fenómenos más sorprendentes e inexplicables del despliegue de la cultura humana sobre la Tierra. Que la emigración de La Meca a Medina cambiara el destino de los primeros seguidores del Profeta (hégira significa romper lazos) marcando el año cero de una nueva era que hoy rige la vida de millones de personas en todo el mundo. Que la conciencia de formar parte de esta primitiva comunidad (la umma) fortaleciese los lazos tribales hasta imponerse en pocos años a los grandes imperios del Medio Oriente. Que el impulso de la yihad alcanzase en el curso de dos generaciones el extremo del mundo por occidente y el río Indo en oriente, formando un reino de paz interior, el Califato, pero no fuera capaz, siglos después, de contener el avance de los pueblos turcomongoles, ni posteriormente de asimilar los desafíos de la modernidad, resulta tan enigmático como chocante. Como lo es la aparente contradicción entre la tolerancia secular sobre las minorías religiosas que vivieron bajo Dar al-Islam (la casa o tierra del Islam) y, por otro lado, la recurrente llamada a la guerra santa. La libre especulación sobre el Corán de los sufíes frente al literalismo de las escuelas wahhabíes. El modernismo de Mirza Taqi o Mustafá Kemal y el regreso a los orígenes por el que clamaron tantos prohombres desde el erudito Ibn Hanbal al fundador de los hermanos musulmanes, Hassan al-Bana.
¿Con qué Islam nos quedamos? ¿Existió un proyecto histórico de la civilización islámica? Para responder estas y otras tantas preguntas que seguro que usted ya se está formulando, Tamim Ansary, escritor de origen afgano pero residente en Estados Unidos, ha escrito este libro. Su principal acierto ha sido presentar la historia de los catorce siglos de la cultura y civilización de los pueblos que adoptaron la religión musulmana en diálogo con la tradición narrativa de la historia occidental, la que protagonizaron las naciones europeas, que es el relato que a nosotros nos resulta familiar. Además de un oportuno recurso pedagógico que nos vacuna contra el paradigma dominante de la cultura occidental, la opción de escribir una historia universal vista por el Islam se desvela, sobre todo, como estrategia de indagación interior por las formas de interpretar el pasado que fueron devanando los intelectuales del mundo islámico al mismo tiempo que se materializaba el dominio político, institucional y cultural del Califato.
El centro del ovillo fue siempre el mismo: el ciclo histórico de los cuatro primeros profetas (tal como nos lo traslada, por ejemplo, al-Tarabi) unido al conjunto de enseñanzas extraídas del Corán y de las vivencias de su líder espiritual (hadices) concretadas en una geografía histórica y sagrada con centro en la Meca y una derivada hacia Kerbala (en la actual Iraq) donde se cumplió el destino trágico de Hussein, partidario de Alí, yerno de Mahoma y cuarto califa, al que siguen y respetan los chiíes.
Sobre el primer centro fundacional e histórico, común a todas las escuelas y tradiciones del Islam, orbitó el afán de legitimación de la dinastía omeya que estableció el principio sucesorio en el Califato y luego la abasida, famosa por convertir a Bagdad en el hogar de místicos, poetas y científicos de todo el mundo. Y es que para entonces existía el firme convencimiento de que los valores de justicia y fraternidad que postulaba el Libro Santo y representaba la umma se perfeccionarían y universalizarían por todo el mundo. Ese mundo eran las inmensas tierras que se extendían desde la India al Atlántico, y del Cáucaso al Mar Rojo, detrás de cuyas fronteras se apostaban los pueblos bárbaros, turcos y mongoles, y también los infieles cristianos de quienes hubo mayor conciencia después de las cruzadas.
La solidez de este edificio, que superó las terroríficas devastaciones de Tamerlán, recomponiéndose sobre tres pilares-imperios que asociaron la tradición regional a la ley común islámica (persas safávidas, mogoles en la India y turcos una vez convertidos y asentados en Anatolia), no consiguió sin embargo evitar la lenta pero corrosiva erosión que la modernidad representó para los ideales de la comunidad musulmana. Y esto fue así, apunta Ansary, porque el desafío exterior encontró terreno abonado en el despotismo de unos gobernantes codiciosos y corruptos. Dos tendencias tan dispares como el salafismo y el sufismo se nutrieron de este estado de descomposición y ruina de los valores clásicos del Islam que se repitió en la India, en Persia y en Egipto. Y ambos buscaron, aunque por vías muy distintas, recuperar la pureza y bondad del mensaje original del Profeta. El esquema se repite en el contexto del Gran Juego (como llamó Kipling a la disputa entre Gran Bretaña y Rusia por el control de las rutas de Asia Central) y de la Cuestión de Oriente, otro ajedrez político que se dirimió entre las principales potencias europeas por la herencia (luego se vería que envenenada) del Imperio otomano. En ambas circunstancias el objetivo de los movimientos que estallaron en el vientre de unos imperios enfermos fue la restauración de la dignidad y el esplendor de la comunidad original, aunque el modo de revitalizarla difiriese en cada coyuntura y llegase al enfrentamiento, como ocurrió entre el wahhabismo de observancia literalista de un Ibn Taymiyah (que triunfará en Arabia) y el modernismo laico que pudo representar, entre otros, Sayyid Ahmad de Aligarh en la India británica. Un camino intermedio que persiguió la modernización sin occidentalización es el que encarnó Jamaluddin el Afgano, pensador y agitador que recorrió el mundo defendiendo el panislamismo y un parlamentarismo de acuerdo a los principios de consenso presentes en la shura. Estragado de la degeneración en que había incurrido la clase dirigente tradicional, pero advirtiendo de los peligros del materialismo europeo, sus ideas recuerdan a las de Nasser un siglo después.
Y así hasta hoy. El incierto desenlace de los recientes movimientos de la Primavera Árabe expresa la tensión aún no resuelta entre los proyectos de modernización que recorrieron el mundo islámico en los últimos dos siglos. La fidelidad a las raíces fundadoras y el ideal de la comunidad justa que instituyó el Profeta debería rejuvenecer (en lugar de aniquilar) al viejo árbol de la democracia occidental tan adelgazado y seco por falta de valores éticos. Ésta es la principal enseñanza de una historia universal a los ojos del Islam.
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