El oficio de escribir

Las tradiciones recogidas por Cunqueiro en sus artículos, compilados aquí en 'Los otros caminos', pertenecen a la ancha ondulación de los mitos y leyendas indoeuropeas

M. G. González

20 de julio 2011 - 05:00

Los otros caminos. Álvaro Cunqueiro. Tusquets, Barcelona, 2011. 368 páginas, 18 euros.

De entre la abundante producción cunqueriana, destaca soberanamente su articulismo, largamente trabajado en casi todas las cabeceras del XX, desde aquel ABC de sus primeros años, acabada la guerra, al Faro de Vigo que él mismo dirigió durante más de una década. Larra, en frase célebre e infausta, dejó dicho que en España "escribir es llorar"; a lo cual añadiríamos nosotros que, desde el XIX de don Mariano a nuestros días, escribir en España es escribir, mayormente, en los periódicos. En otro lugar hablaremos de la producción dramática de Cunqueiro, de su obra novelística, de su poesía. Ahora, sin embargo, cumple señalar que el Cunquerio articulista es quizá el mejor de todos los que se dieron a la imprenta. Y no sólo por la indiscutible maestría que alcanzó en el género, sino porque ahí, en el breve trayecto de los dos folios, se reúne ejemplarmente el mundo imaginativo, la tensión lírica y los numerosos saberes, tanto los ciertos como los inventados, que dieron a su obra una profunda singularidad, a un tiempo alegre y melancólica, que no ha tenido descendencia literaria alguna.

Es frecuente argüir, por otra parte, que el olvido de Cunqueiro, y el reducido ámbito de quienes conocen su obra, se debe a la naturaleza galaica de sus imaginaciones. Sin embargo, esto no parece exacto por dos motivos. El primero es que también fueron gallegos Valle-Inclán, Cela, Torrente Ballester, Julio Camba y Fernández Flores, con una fuerte presencia de lo galaico en su escritura, sin que ello sirviera para ocluirlos en su provincia. Muy al contrario, gran parte de la fascinación que suscita Valle se debe a la Galicia rural, heráldica y pagana, que asoma a sus obras, y al expresivo lenguaje, de antiguas resonancias latinas y gallegas, que vive en su escritura. De igual modo, las tradiciones recogidas por Cunqueiro no pertenecen tanto al acervo galaico, como a la más ancha ondulación de los mitos y leyendas indoeuropeos. Al cabo, lo que Cunqueiro hace en solitario, durante la segunda mitad del XX, es insinuar la profunda unidad mitológica de Occidente, su ligazón de siglos, que tiene en Galicia un asombroso vivero de fabulaciones, vigentes desde los días de Ulises y Penélope, o desde la navegación de Santiago al fin del mundo, al Finisterre galaico donde Cunqueiro imaginaba a un criado de Herodes comunicando la degollación, la universal matanza de los inocentes, a las bestias del mar y a los espíritus de la noche. De ahí la frecuencia con que cita en sus artículos a Graves y Patai, autores de Los mitos hebreos, o la lectura de antropólogos como Eliade, Malinowski, Caro Baroja y Lisón Tolosana, cuyos saberes conforman, entre otros muchos, la formidable erudición, dispersa por innumerables artículos, con que Cunqueiro abordó el tema de la ensoñación humana.

Probablemente, ésta sea la razón última de la postergación de Cunqueiro. La ensoñación, desde el Romanticismo a Freud, es una ensoñación trágica, monstruosa, gemela de la pesadilla. No hay ningún caso, o al menos ninguno significativo, en el que la literatura fantástica, del XIX en adelante, venga movida por el esplendor y la dicha. Sin embargo, Cunqueiro, en contra de Lovecraft, de Kafka, de Bécquer, de Gautier o de Borges, postuló una fantasía alegre, partícipe de la antigua maravilla medieval, donde concurren Arturo de Bretaña, las Mil y una noches, la Leyenda dorada, la mitología clásica y algún diablo perfumado del XVII. Lo cual, en el siglo de la bomba atómica, el terror nuclear y las dos guerras mundiales, quizá fuera mucho imaginar. No obstante, es esta anomalía cunqueriana, pasada ya la hora del existencialismo, la que otorga a su obra un carácter imperecedero. "El hombre necesita, como quien bebe agua, beber sueños", escribió mediados los 50. Y es esa certeza humana, hija de la esperanza, hermana del perdón, la que iluminó el articulismo, la obra toda, de aquel gallego impar.

Cuando pasen los años, otros cien, por ejemplo, el lector curioso encontrará en el articulismo de Cunqueiro, como escritos para hoy mismo, una modesta colección de tesoros: allí seguirán las alegres imaginaciones, los príncipes errantes, el aroma de unas manzanas y el atardecer del mundo.

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