Una obra maestra que representa el horror como nunca se ha hecho
Crítica 'El hijo de Saúl'
EL HIJO DE SAÚL. Drama, Holocausto, Hungría, 2015, 107 min. Dirección: László Nemes. Guión: László Nemes, Clara Royer. Fotografía: Mátyás Erdély. Música: László Melis. Intérpretes: Géza Röhrig, Levente Molnár, Urs Rechn, Sándor Zsótér, Todd Charmont, Björn Freiberg, Uwe Lauer.
Claude Lanzmann, autor de Shoah, la obra documental definitiva sobre el Holocausto, fue invitado a Cannes para asistir a la presentación de El hijo de Saúl, ópera prima del realizador húngaro László Nemes. Que Lanzmann, a sus 89 años y tras haber dedicado once de ellos a la realización de Shoah, le dijera a Nemes durante la proyección "usted es mi hijo" supone, en mayor medida que los muchos premios obtenidos -entre ellos el Gran Premio del Jurado de Cannes, el Globo de Oro y la nominación al Oscar-, el reconocimiento del rigor, seriedad, hondura, respeto y calidad de El hijo de Saúl.
Dejo la palabra al propio Lanzmann, el juez más autorizado para valorar una obra de ficción sobre el Exterminio: "László Nemes ha creado algo nuevo en cine. Ha tenido la inteligencia de no intentar escenificar el Holocausto. Sabía que ni podía ni debía. El hijo de Saúl no es una película sobre el Holocausto, sino sobre lo que era la vida de los Sonderkommandos. Una vida muy corta. En la película son Sonderkommandos húngaros, llegados con los convoyes de judíos húngaros. Vivían experiencias espantosas. Los nazis los liquidaban cada poco tiempo y ellos lo sabían. Siempre he sostenido que es imposible representar la Soah porque no es concebible recrear la muerte en las cámaras de gas. Aquí no se trata de eso. El realizador se centra en estos comandos especiales encargados de la tarea atroz de forzar a otros judíos a desvestirse y entrar en las cámaras de gas. En Auschwitz, en las cámaras de gas de los crematorios 2 y 3, se hacía entrar a 3000 personas a la vez, hombres, mujeres y niños. Los comprimían a golpes hasta que no quedaba espacio entre ellos. Se cerraban las puertas y cuando caía el Zyklon B por las aberturas todos empezaban a asfixiarse. Como el gas subía de abajo hacia arriba el instinto hacía que los deportados se pisotearan entre ellos intentando respirar. Morían en la oscuridad, sin saber ni tan siquiera dónde estaban porque los gaseaban a las dos horas de llegar. Ese era el verdadero infierno de las cámaras de gas. ¿Cómo podría reconstruirse?".
Pues, como Lanzmann ha reconocido consagrando a esta película como la más cierta aproximación de la ficción al horror del Exterminio [en mi opinión junto a La zona gris de Tim Blake Nelson, pero superándola en rigor y dureza], László Nemes, pese a ser un debutante, lo ha logrado a través de una invención visual genial: durante toda la película el protagonista se mantiene en primer plano y se aprovecha la profundidad de campo con un ligero desenfoque para filmar el horror infilmable: cuerpos que llegan vestidos en los trenes, se desnudan, son empujados a las cámaras de gas, sacados de ella como sacos, transportados en elevadores y quemados. Una cadena que nunca cesa: trenes que no dejan de llegar, corredores por los que no dejan de ser empujados a palos miles de personas desnudas, cámaras de gas que solo están vacías cuando entre una matanza y otra se baldea la sangre para que los siguientes crean que son unas duchas, elevadores siempre subiendo cadáveres, hornos que nunca se apagan. Esto es lo que muestra sin profanarlo Nemes como un fondo dantesco, incesante, gracias al uso magistral de la profundidad de campo.
El detalle de este horror lo confía a una banda sonora genial de muy difícil construcción en la que no hay una sola nota de música y apenas diálogos -¿qué puede decirse allí?-, sino sólo órdenes ladradas, golpes, gritos desesperados, llantos de niños, estruendo de las puertas metálicas de las cámaras de gas cerrándose, golpes de las víctimas sobre ellas, alaridos de terror, blando golpear de desnudos cuerpos muertos cayendo sobre miles de otros cuerpos muertos; y, de principio a fin, el respirar incesante, industrial, de los crematorios. Como los judíos húngaros fueron exterminados casi al final de la guerra -se gaseó a 400.000 en tres meses- la fábrica de la muerte trabaja día y noche a un ritmo enloquecido que Nemes capta y transmite con una maestría que sobrecoge y deja exhausto, además de emocionalmente arrasado, a un espectador que, por primera vez en la historia del cine, puede sentir (no ver: sentir) algo remotamente parecido a lo que era aquel infierno sobre la tierra. Alemania sabía que había perdido la guerra y aceleraba las matanzas para culminar su misión histórica: asesinar a todos los judíos para erradicar, como dijo Hitler, la podredumbre de la compasión judía que alteraba la evolución de la especie humana, restableciendo la selección natural de los más fuertes. Anarquismo y nihilismo racial-zoológico se ha llamado a este proyecto que, desgraciadamente, no fue resultado de la locura sino de la racionalidad y la eficacia.
La película está basada en el libro Voces bajo la ceniza, formado por los testimonios escritos que algunos Sonderkommandos húngaros introdujeron en botellas que enterraron junto a los crematorios para dejar testimonio del horror. Ninguno sobrevivió. Las botellas fueron encontradas tras la liberación, algunas muchos años más tarde, y sus testimonios reunidos en este libro. A partir de ellos Nemes hace una audaz fusión entre la Tragedia -así, con mayúscula: desde su mismísimo origen griego en Príamo y Antígona- y el Holocausto, imprimiéndole el sello de la compasión judía. Porque en este lugar donde lo humano se ha eclipsado un sonderkommando recupera algo de la humanidad que han matado en él antes de asesinarlo (el suicidio entre los Sonderkommandos era frecuente y ninguno vivía más de seis meses) al sacar de la cámara de gas el cuerpo de un niño al que se empeña en librar del crematorio dándole un entierro digno, en el que un rabino rece el kadish (plegaria en memoria de los muertos). De esto trata El hijo de Saúl, una obra maestra que ha encontrado un modo de filmar lo no filmable.
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