Uno de los grandes, uno de los nuestros

Obituario Juan Diego

Juan Diego en una imagen de 'Vete de mí', su único Goya como actor protagonista.
Juan Diego en una imagen de 'Vete de mí', su único Goya como actor protagonista.

Justo andábamos escribiendo sobre Mario Camus a propósito de su Oso de Oro por La colmena, cuando nos enteramos de la muerte de Juan Diego, al que recordaremos siempre en otra gran película del cineasta santanderino también fallecido hace pocos meses, aquella Los santos inocentes en la que clavó al personaje del señorito canalla y cínico que explotaba al pobre Landa con la pierna quebrada antes de recibir su particular justicia de soga de las manos meadas del no menos inolvidable Azarías de Rabal. Posiblemente la muerte de un personaje de ficción del cine español más aplaudida en una platea. Por algo sería.

Se va Juan Diego (Bormujos, 1942) aunque su aspecto algo desmejorado, que prestó generosa e impúdicamente a sus últimos y crepusculares papeles (No sé decir adiós, de Lino Escalera; El Cover, de Secun de la Rosa), nos venía avisando de sus batallas contra la enfermedad y las mermas físicas que, por otro lado, siempre supo incorporar a sus personajes y traer a su terreno, con ese magistral recurso de la propia voz rasgada y ronca, cierto arrastre entrecortado en la dicción, un deje indisimuladamente andaluz (sevillano, para más señas) y una manera moverse que acompañó y aumentó la credibilidad y el carácter de sus personajes más allá de lo escrito, de los parecidos razonables y los géneros, de la comedia al drama, de la juventud a la vejez, de la reconstrucción histórica a la creación libre, del registro histriónico al intimismo naturalista.

Juan Diego se adscribe por pleno derecho, tradición y generación a una especie, la de los actores de reparto, característicos y secundarios, que representa la mejor y más fértil veta de nuestro cine

Tras sus inicios teatrales en la escena independiente y sus numerosas incursiones en la mejor televisión dramática (Estudio 1, La risa española, Teatro de siempre) de los años 60 y 70, Juan Diego se iba a adscribir por pleno derecho, tradición y generación a una especie, la de los actores de reparto, característicos y secundarios, que representa la mejor, más fértil y singular veta interpretativa de nuestro cine. Con todo, el cine también le dio ocasionalmente algunos grandes protagonistas, aunque casi siempre arropados por el hormigueo coral a su alrededor, como en aquel Viaje a ninguna parte de Fernán-Gómez, otra de las innegables cumbres de su carrera, donde hacía de leal compañero de fatigas de José Sacristán y su compañía de cómicos de la legua por los teatros de la España interior de los 50.

Pienso por ejemplo en su austero San Juan de la Cruz para La noche oscura de Carlos Saura, en su contenido y poco paródico Franco en Dragon Rapide, de Jaime Camino, en el anacoreta nudista y libertario de París-Tombuctú, de Berlanga, en su manipulador monje capuchino en El rey pasmado de Uribe, en su encarnación telúrico-tremendista de uno de los hermanos Izquierdo en El séptimo día, también de Saura, o en su rol de productor de películas porno en Torremolinos 73, de Pablo Berger, por citar tan solo algunos. Pero sobre todo en el atribulado conquistador Cabeza de Vaca en la estupenda y alucinada película del mismo nombre y en su papel junto al otro Juan Diego (Botto) en Vete de mí, de Víctor García León, una cinta que merece la pena reivindicar en su retrato peripatético y especular del actor maduro en crisis devenido tardío aprendiz de padre que le granjeó uno de sus tres Goya, el único como protagonista.

Fue precisamente junto al padre de este último, José Luis García Sánchez, donde Juan Diego formó parte de esa troupe post-berlanguiana que, de la mano de los guiones de Azcona o el aire valleinclanesco, prolongaba cierta tradición esperpéntica en el cine de la democracia en títulos como El love feroz, La corte del Faraón, Pasodoble, Tirano Banderas, La noche más larga o María querida. Era ahí, en ese territorio de apoyos, relevos, cruces y singularidades apenas fraguadas en una breve intervención o unas líneas de diálogo, donde los actores de la estirpe de Diego, que han sido los mejores de nuestro cine y de los que apenas quedan ya herederos entre tanta cara bonita y tanto cuerpo de gimnasio, eran capaces de atraer hacia sí toda la atención, engrandecer cualquier personaje pequeño y reivindicarse como verdaderos talentos de la expresividad y la economía interpretativa.

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