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Nueva York: la medida de lo humano

Las ciudades y los libros

Aquí también puede ser la ciudad el peor enemigo de sus ciudadanos, pero todavía sorprende el poso visceral y orgánico que acumula historias en cada esquina, como si la urbe entrañase siempre una posibilidad por hacer

El hundimiento de Nueva York y la Costa Este

Dos jóvenes sortean una valla junto al East River, en Brooklyn, con Manhattan al fondo. / Justin Lane (Efe)
Pablo Bujalance

06 de julio 2024 - 07:02

Una de las peores suertes que pueden tocarte en Nueva York es la de perderte en el barrio judío de Williamsburg, en Brooklyn. Es preferible, en más de un sentido, terminar desnortado en el Bronx, al menos hasta ciertas horas. Y no siempre Google Maps sabe sacarte del atolladero. Las instrucciones respecto a los judíos ortodoxos son claras: nada de fotos y nada de quedarte mirándolos como si su paseo fuese un espectáculo. En definitiva, a este gente no le gusta sentirse observada como bichos raros, igual que, por otra parte, a cualquier hijo de vecino. Pero ellos sí se quedan mirando, impunemente: acometen un profundo rastreo visual de arriba a abajo y yo, para colmo, visto una camisa de estampado chillón que me hace parecer un dealerpuertorriqueño. Al menos es martes y eso ofrece algunas garantías a esta hora de la tarde: si fuese viernes, estaríamos perdidos. Es curioso, pero todos y cada uno de los hombres con los que nos cruzamos, barbudos, trenzados y con las indumentarias consabidas, mantienen conversaciones telefónicas con sus primitivas blackberries, en las que no hay conexión posible a Internet. A veces gesticulan de manera ostentosa, cabecean airados como si estuviesen negociando cuestiones de vida o muerte. Mi impresión es que en realidad las discusiones son fingidas y no hay nadie al otro lado: están representando una función bien ensayada, tal vez para dárselas de ocupados o para disponer de un parapeto eficaz desde el que pasar revista a los intrusos. Hay autobuses escolares con lemas en hebreo aparcados en casi todas las calles. Las mujeres, casi siempre jóvenes, van de acá para allá rodeadas de niños y cargadas con bolsas de la compra. El calor no parece afectarles bajo sus prendas oscuras y sus pelucas rudimentarias. El barrio está sucio, hay basura acumulada en todas las aceras y ni una recachita remotamente parecida a uno de los muchos parques y jardines que encuentras más al norte de la Avenida Bedford, desde donde hemos llegado a parar aquí tras buscar las huellas de Paul Auster en un Brooklyn ya del todo gentrificado, reconvertido en zona exclusiva para inquilinos pudientes. A esta altura de Williamsburg, la noción de espacio público parece una utopía: todo se resuelve en una acumulación de edificios viejos, a menudo en condiciones ruinosas, sin una mala zona común en la que desquitarse. Todo se da de puertas adentro. Precisamente, una puerta se abre a nuestro paso y una mujer latina con uniforme propio del servicio doméstico saca a un pequeño patio anexo a la vivienda un contenedor repleto de sábanas y prendas blancas. Pero no se ve ropa tendida a este lado del East River.

Tránsito en el cruce de la Segunda Avenida con la 43, en una imagen del pasado mes de junio. / Sarah Yanesel (Efe)

El barrio judío, eso sí, entraña una excepción notable en una ciudad en la que el espacio público parece estar concebido a medida de lo humano. Ya sea en Manhattan (sobre todo si tomas distancia de Central Park, que ya cumple su función de sobra), en Queens o en el Bronx, lo habitual es encontrarte a cada paso lugares abiertos y sombreados, con mobiliario urbano (mesas incluidas) a disposición de quien quiera sentarse a comer, jugar al ajedrez o simplemente descansar un rato. En zonas renovadas como el Chelsea aledaño al High Line, estos entornos ofrecen una opción mucho más atractiva que la que presentan la mayoría de los restaurantes, gracias también a los supermercados en los que puedes comprar almuerzos abundantes ya preparados y a precios razonables. Tal encanto urbano, por supuesto, se paga, y en esto Nueva York ha ido por delante a prácticamente el resto del mundo: ya resulta difícil encontrar un alquiler aquí por menos de cinco mil dólares, precios con los que hasta hace poco se las gastaban las torres más exclusivas de la Gran Manzana. Un ciudadano español nos cuenta que ha venido a ver su hijo, que vive en la Novena Avenida cerca de Hell´s Kitchen y paga un alquiler de tres mil quinientos dólares “gracias a que su mujer y él ganan buenos sueldos, aunque no les queda para mucho más”. La guerra abierta que la ciudad declaró a Airbnb no ha surtido, de momento, los efectos deseados. La tasa turística a pagar en cualquier hotel asciende a diez dólares por persona y noche, lo que tampoco ayuda a disuadir a los usuarios de viviendas turísticas. La existencia pide aquí dinero a cada exhalación, pero puede más la amabilidad de la gente, dispuesta a echar una mano si te ve en un apuro incluso en un sitio tan poco agraciado como el barrio judío de Williamsburg.

El entorno de Times Square se ha transformado en un gigantesco fumadero. Ya a partir de la Sexta Avenida huele a marihuana

El entorno de Times Square se ha transformado en un gigantesco fumadero. Ya a partir de la Sexta Avenida huele a marihuana desde que se legalizara su consumo sin restricciones. Bajo los andamios te ofrecen al paso una amplia gama de porros ya liados en bandejitas de cartón para su consumo inmediato, justo al lado de donde los agentes de policía se reúnen para organizar las patrullas y donde los homeless se apresuran a reservarse el puesto nocturno. Los estragos del fentanilo no son tan graves aún como en la Costa Oeste, pero la adicción se ha multiplicado de manera exponencial en los últimos meses. En las farolas, algunas pegatinas recuerdan a los turistas que se encuentran en un área libre de armas de fuego. Justo donde asoma Broadway los letreros luminosos anuncian las grandes producciones musicales, pero en el corazón del Greenwich Village puedes visitar el Cherry Lane, donde Edward Albee y Sam Shepard estrenaron sus primeras obras. El bolsillo tampoco encuentra consuelo en los puestos de discos de los mercadillos de Harlem ni en los 28 kilómetros de estanterías de la Strand, la que sigue siendo la mejor librería de la ciudad. Los propietarios del Black Iron Burger han constituido una peña bética en el primer centro de la cadena, en el Midtwon West. Lo que uno lee aquí, en el fondo, son páginas en blanco: todo es susceptible de escribirse aún. Nueva York podrá ser mañana otra ciudad y, al mismo tiempo, seguirá siendo la misma: humana, mutante, imprevisible, millonaria y miserable. Como el corazón de quienes la habitan.  

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