Alba Molina | crítica
No lo es ni pretende serlo
La conquista, el imperio y la paz. José María Beneyto. Cátedra. Madrid, 2024. 376 pags. 23,50 €
Libro excelente, tanto por su claridad como por la sólida erudición en que se fundamenta, La conquista, el imperio y la paz analiza las repercusiones políticas, humanas y doctrinales que trae consigo el hecho más determinante de los últimos seis siglos: la revelación de un mundo nuevo al otro lado del Atlántico; y en consecuencia, la revelación del mundo como totalidad, una totalidad vasta, heteróclita y extraña, que daría pie a la conformación de la Era Moderna.
En esta obra se analizan aspectos cruciales de la modernidad como la política, el derecho y la reforma espiritual de la iglesia
Esta nueva configuración del mundo se ofrece a través de tres figuras entrelazadas, Carlos V, Francisco de Victoria y Erasmo de Róterdam, en cuyo haz se determinarán aspectos cruciales de la modernidad: la política, el derecho y la reforma espiritual de la iglesia, la cual derivará, como es sabido, en una larga y dramática contienda bélica y en la escisión del orbe cristiano. El nudo central, en todo caso, es el nacimiento de un nuevo derecho, formulado por el dominico Francisco de Victoria, en favor de los recientes súbditos de la monarquía hispánica, tras conocerse los crímenes y abusos cometidos sobre los indígenas en la conquista del Perú. Un derecho que tendrá honda repercusión en el cuerpo legal de la monarquía, durante el reinado del césar Carlos y en el de su hijo Felipe II, y que atañe a varios aspectos como la legitimidad o no de la conquista, el concepto de guerra justa y los derechos inalienables de la población autóctona. De todas estas cuestiones, y de la propia naturaleza del poder, que Vitoria radica en la sociedad y en la consecución del bien común, se extraerá el derecho de gentes, germen de un derecho internacional, que hoy goza de una accidentada actualidad.
Señalemos, por otra parte, que son las propias instancias oficiales de la monarquía las que denuncian prontamente las sevicias cometidas en ultramar (pongo el caso de Pedro Mártir de Anglería, cronista imperial, en sus Décadas); y que la noticia de tales hechos tendrá un extraordinario influjo en la legislación de la monarquía y en la propia formulación del derecho moderno, aplicado por el césar Carlos, no siempre con éxito -el «acátese, pero no se cumpla» con que recibieron las órdenes de la metrópoli-, pero que determinarán, ya para siempre, el propio concepto de individuo, y que alcanza su expresión más solemne en la controversia de Valladolid, habida entre Ginés de Sepúlveda y el padre Las Casas, mediado el XVI, siguiendo la doctrina del padre Victoria. No es este, sin embargo, el único fenómeno determinante de la modernidad que aquí se recoge: añádase la recapitulación sobre el poder de la Iglesia y de las monarquías, con los efecto señalados en ultramar, pero también en Lutero, Calvino y Zwinglio; la concepción más precisa del espacio, debida a la navegación y la cartografía -la «producción del espacio» de la que habla Lefebvre-; la «producción del tiempo» que se obra con la recuperación de la Antigüedad grecolatina y con el conocimiento de nuevas historias y nuevos mitos de ultramar; la «historificación» de las escrituras que ya se infiere de las traducciones de Erasmo; el incipiente estudio de las mitologías que se inicia en la obra del Inca Garcilaso. Y por último, la producción del propio individuo de la modernidad, fruto de todas estas novedades, y de no pocas amenazas, la menor de las cuales no era, ni mucho menos, la belicosa pujanza de la Sublime Puerta, tanto en el Mediterráneo como en la frontera oriental de Europa.
Una parte de esta obra, convenientemente poliédrica, está dedicada tanto a las dudas morales de la conquista que atenazaron al emperador, como a la ambigüedad que sus contemporáneos sospecharon en el comportamiento y las opiniones de Erasmo. Ese difícil equilibrio, tendente a recomponer las posiciones previas al cisma, es el que le recriminará, por ejemplo, el pintor Durero. Y una vez producida la ruptura, será causa de una creciente sospecha de cripto-protestantismo entre los católicos. Una de las grandes esperanzas de Erasmo, amigo y corresponsal de Moro y Vives, colega de Vitoria en la tarea de aconsejar al césar, será esta de una nueva Edad de Oro que Erasmo veía cercana, acaso bajo una iglesia unida y un imperio único de la corona Habsburgo. Cuando Roma sea saqueada por los lansquenetes de Frundsberg, el sueño del erasmismo había terminado.
Tanto como una «producción del espacio», el Renacimiento será también y principalmente una «producción del tiempo», vale decir, de la historia, categorías ambas que vendrán precipitadas por el descubrimiento de América. Con las nuevas culturas, será otra vez Heródoto, y no Polibio, quien sirva de guía a los historiadores. Y será la historificación del pasado de su pueblo, la escritura de su memoria oral, la que lleve al Inca Garcilaso, una de las más grandes inteligencias del XVI, a señalar el parecido sustancial entre las mitologías americanas y la mitología greco-latina entonces recuperada. Es en ese matraz espacio-temporal, con el añadido de la «historificación» de las Sagradas Escrituras, que culminará Spinoza, donde el mundo moderno concebiría otro vertiginoso concepto, a un tiempo inabarcable y preciso: el infinito. Un infinito del tiempo y del espacio. A esto debe añadirse la grave conmoción de la fe que supuso el saco de Roma de mayo de 1527. Según Chastel, el temblor que adivinamos en Sebastiano del Piombo se debió a aquel terror insuperable. Véanse, a este respecto, las extraordinarias Memorias del Saco de Roma de Rodríguez Villa.
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