Una novela del malestar

Elvira Navarro aborda en su tercera novela, 'La trabajadora', la fatiga radical y la deformación de una personalidad sometida a unas condiciones de precariedad laboral prolongada sine díe.

Elvira Navarro, el pasado miércoles en Sevilla momentos antes de la entrevista.
Elvira Navarro, el pasado miércoles en Sevilla momentos antes de la entrevista.
Francisco Camero

09 de marzo 2014 - 05:00

La trabajadora. Elvira Navarro. Mondadori. Barcelona, 2014. 160 páginas. 16,90 euros.

Resulta que la mayoría de la gente ha tenido que ver las ruinas a su alrededor, en tantos casos avanzando sin paliativos hasta las puertas de sus hogares, para darse cuenta de que algo, después de todo, no había estado funcionando bien. Sin embargo, las señales del desastre habían estado ahí todo el tiempo, perfectamente visibles, más que elocuentes. En el fondo es una cuestión también -y en gran medida- generacional, de ahí que parte de la sociedad que hoy vive entre el espanto, el estupor y el aturdimiento, así como todos los medios de comunicación, siguieran propagando el discurso de la bonanza económica, "de que todo iba de puta madre", como sarcásticamente subraya Elvira Navarro, mientras la realidad, ahí fuera, estrechaba cada vez más el horizonte de los jóvenes que trataban hace una década de incorporarse a la vida adulta, al trabajo, a la prometida prosperidad, a sus proyectos de realización personal.

Por eso la escritora, que estos días está leyendo y escuchando muchas veces que La trabajadora es su novela-de-la-crisis, se cuida de efectuar un matiz a tal afirmación, también para desmentir posibles sospechas de oportunismo. "En una situación de bonanza, tanto personal como económica, yo no habría escrito esta novela, entre otras cosas porque no habría tenido material biográfico para ello. Eso es evidente, pero procuro quitarme la etiqueta de la crisis porque realmente la novela la empecé en 2003, cuando terminé la universidad [la carrera de Filosofía]. Me costó mucho encontrar trabajo, y los que encontraba pagaban cuatro duros, eso aparte de que los alquileres habían subido una barbaridad y llegué a un punto en el que tuve que mudarme a un piso más barato. Escribí esas primeras partes de la novela en un momento malo a muchos niveles, pero especialmente en el 0económico. Luego las guardé en un cajón porque necesitaba más tiempo para procesar la experiencia. O sea, que en mi caso, y en el de mucha gente, sobre todo la que estudió cosas de humanidades, viene de antes. De hecho, no hemos conocido nunca la bonanza económica".

Dos novelas, La ciudad en invierno (2007) y La ciudad feliz (2009), le bastaron a Navarro, nacida en Huelva en 1978 y afincada en Madrid desde hace años, para destacar como una de las voces más personales de su generación, prestigio que vino a corroborar en 2010 la revista Granta cuando publicó, con gran alboroto mediático, la famosa lista que cada década realiza con sus apuestas de futuro; en ella, la autora fue elegida entre los 22 mejores narradores en lengua española. Aunque breve aún, su obra ha girado siempre en torno a los conflictos que conlleva todo proceso de construcción de una identidad. Ahora, en La trabajadora, la escritora vuelve a tratar ese tema, pero desde un enfoque más radical y -dicho sea de paso- nada complaciente: el de la destrucción o la difuminación de "lo que uno es", pues eso implica cualquier tipo de patología mental.

"No me he documentado porque no pretendía ser realista, y además me apetecía que la locura fuera un terreno donde poder inventar, porque yo en la novela cuento un delirio pero en realidad no se sabe ni siquiera si ese delirio es real o no. El tema de la ansiedad sí es un tema ya más biográfico, porque durante una temporada sufrí un cuadro de ansiedad, así que no me documenté porque lo conocía de primera mano: el documento era yo", explica la escritora, que quiso reflexionar en esta obra de engañosa brevedad sobre la manera en que afecta un estado de precariedad e inestabilidad laboral no coyuntural, sino prolongado en el tiempo hasta convertirse en indefinido. Es lo que hace, con efectos muy turbadores, a través de una historia sencilla sólo en apariencia, cuyas páginas contienen capas y capas de significados, narraciones, tonos y registros diferentes, desde el thriller hasta el terror psicológico.

Elisa, una joven correctora que trabaja como free-lance para un gran grupo editorial que le retrasa los pagos durante meses, se ve obligada finalmente, por pura necesidad, a realquilarle una de las habitaciones de su piso en la periferia madrileña a Susana, una mujer mayor que ella, de otra generación, conocida de un amigo común. El comportamiento de ésta se revelará pronto como propio de una persona desequilibrada, y los trastornos de ésta acabarán confundiéndose por momentos con los de Elisa, que encuentra en su nueva inquilina, o más vale decir intrusa pues así es como la percibe indefectiblemente, "un espejo", dice Navarro, y "el reflejo de ese espejo le da miedo". Entre otros motivos porque, aunque cada una tiene trayectorias vitales muy diferentes -una es culta, tiene una buena formación y estaba teóricamente llamada a vivir una vida más próspera y desenfadada; de la otra no se sabe demasiado y lo que se sabe no es seguro, pero se sabe lo justo para concluir que siempre fue un alma errática y confundida, un proyecto de vida fallido-, las dos acaban conviviendo de todos modos en la misma realidad, una sofocada agonía cotidiana en un entorno urbano hostil y espantoso. Un aspecto, este último, en el que Navarro explora, como viene haciendo desde hace años en el muy interesante work in progress de uno de sus blogs (Periferias), la progresiva "destrucción del espacio público" en las ciudades, lo que viene a ser prácticamente lo mismo que decir la progresiva destrucción de las ciudades, puesto que "lo que genera de verdad una ciudad son sus espacios de reunión".

En este sentido, la tercera novela de la autora, sin ser en absoluto explícita, es abiertamente social y política, pero lo es, como ocurre también con las de Belén Gopegui, Isaac Rosa o Marta Sanz, de un modo que nada tiene que ver con lo que tradicionalmente se ha conocido aquí como novela social o política. "Aquí se rompió la concepción de la novela como diálogo con lo real -afirma la autora- porque en la Transición la mayor parte de la cultura se vació de contenido político y la literatura se convirtió en algo parecido a una herramienta de desclasamiento. De hecho, durante mucho tiempo el realismo estuvo demonizado. Por eso la novela se convirtió en algo metaliterario: todas esas novelas que hablan de las condiciones de la escritura de la propia novela... Ahora mismo yo creo que hay un agotamiento de eso, y además existe una circunstancia social que obliga a mirar fuera. Y creo que eso es muy bueno. Pero a mí no me interesa lanzar un mensaje político explícito, creo que no hace falta, prefiero presentar unas condiciones -digamos- más cotidianas, y que sea el lector el que saque conclusiones políticas de eso".

Más allá de la superficie del relato en el que la precariedad es una fuerza brutal y lacerante, no es difícil sacarlas de La trabajadora: el recelo extremo de Elvira hacia Susana tiene que ver, en el fondo, con su incapacidad para compartir algo con ella. "No nos han educado para que nos unamos, sino en un individualismo tal que todavía sentimos resistencia y escepticismo hacia los proyectos comunes. Creemos que la solución la debe encontrar el individuo por sí mismo, lo cual lleva a la destrucción de cualquier tipo de tejido. Y ahora mismo el discurso predominante es todo este rollo de la emprendeduría, como si todos nuestros males se debiesen a que no tenemos un plan de empresa ni un pensamiento positivo. Es totalmente, de nuevo, individualista. Esa educación nos ha calado, nuestra subjetividad está hecha de eso...".

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