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Noches en el circo | Crítica
Noches en el circo. Angela Carter. Traducción de Rubén Martín Giráldez. Sexto Piso. 416 páginas. 24,90 euros
El punto de acceso más obvio para la ficción de Angela Carter parecen sus particularísimas versiones de cuentos de hadas, que, incluido el imprescindible La cámara sangrienta, fueron reunidos en el volumen póstumo Quemar las naves, de 1995. En su prólogo a dicha recopilación, Salman Rushdie trataba de argumentar que la esencia de la escritora se halla más en sus piezas breves, punzantes, de una contundente eficacia, deudoras del folklore de todas las literaturas, que en las novelas más largas. En el momento en que uno recorre cualquiera de estas, pongamos dos de las más recientemente traducidas al castellano (ambas en Sexto Piso: La juguetería mágica en 2019, y, ahora, Noches en el circo), advierte que la oposición es sólo artificial. Narrativa larga o corta son términos indiferentes para el arte de Carter, para su torrentera inventiva, que inunda con la misma marítima indiferencia una serie de cuadros o estampas que el curso de una historia general, confusa y múltiple donde las haya.
Noches en el circo, penúltima de las novelas de su autora, recoge de alguna manera su sabiduría de cuentista y le sirve de colofón o de epílogo. Toda ella está en este relato exuberante, explosivo, auténticamente circense, en esta proliferación de personajes y anécdotas hasta los límites de la paciencia del lector, servido en un idioma privado, muy bien recogido en la traducción de Martín Giráldez, donde se dan cita Dickens, D. H. Lawrence y My fair lady. La frágil columna vertebral del argumento, enseguida deformada por afluentes, expletivos y callejones secundarios, transcurre más o menos de la siguiente manera: Sophie Fevvers es una mujer pájaro, salida de un huevo incubado frente a un orfanato, que se ha convertido en la sensación de la escena teatral londinense; un periodista yanqui, Jack Walser, la entrevista poco antes de que ella se lance a conquistar Europa junto a la troupe del coronel Kearney; en dicha entrevista, Fevvers retrata los principales episodios de su existencia hasta la fecha: su juventud en el prostíbulo de la tuerta Nelson, su exposición en la galería de monstruos de Madame Schrek, su liberación última; enamorado de ella, el periodista convence a su cabecera para seguirla a través del continente con la excusa de una serie de reportajes; en San Petersburgo aparecen un Gran Duque, una joven cantante que se acuesta con el Forzudo pero en realidad es la esposa del Hombre Mono; todo encuentra su desenlace en Siberia, en donde la magia de Fevvers está a punto de sucumbir después de un desdichado accidente. En esto consistiría, más o menos, el argumento: que es como no decir nada.
Definitivamente, la literatura de Carter no tiene más remedio que resultar fuera de sitio en un panorama como el nuestro, donde prima la fotografía de la realidad, sea lo que sea que eso signifique, y la atención desmedida por las miserias domésticas. Lo que ella practica no sólo rehúye el realismo, sino que se halla en franca, violenta discordancia con el marco establecido de referencias que consideramos lo real: es, más bien, el intento de despedazar nuestro mundo (incluyendo materiales culturales y literarios variopintos) y, sirviéndose de esos fragmentos, elevar un mundo nuevo. Interesada en la carga simbólica de los personajes y las cosas que les suceden, las historias de Carter pretenden acceder a nosotros esquivando los esquemas racionales y saqueando ese enorme almacén de imágenes oscuras que oculta el subconsciente: por eso se repiten figurantes atávicos como lobos, princesas, bandidos, tigres y sirenas, héroes y villanos, en un vodevil perpetuo que repite una vez y otra su función, sin más excusa que el placer de narrar.
Noches en el circo, igual de revolucionario que el día en que apareció por vez primera, contiene algo que pocas novedades editoriales se atreven hoy a ofrecer: invención en estado puro, sin complejos, sin tregua.
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