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Intento no logrado de alcanzar el ideal de la Gran Película Americana

The Brutalist | Crítica

Adrien Brody, en una escena de 'The Brutalist'.
Adrien Brody, en una escena de 'The Brutalist'.

La ficha

*** The Brutalist. Drama, EE UU, 2024, 215 min. Dirección: Brady Corbet. Guion: Brady Corbet, Mona Fastvold. Música: Daniel Blumberg. Fotografía: Lol Crawley. Intérpretes: Adrien Brody, Guy Pearce, Felicity Jones, Joe Alwyn, Raffey Cassidy, Alessandro Nivola.

La literatura estadounidense siempre ha tenido la obsesión por la Gran Novela Americana que refleje y encarne críticamente la esencia, el carácter, el ideal y a la vez su ruptura de los Estados Unidos. El cine heredó esta obsesión por la Gran Película Americana. Es lo que ha intentado el actor y hasta ahora irregular director Brady Corbet, responsable de La infancia de un líder (2015) y Vox Lux (2018). Lo hace bajo la sombra del gigantismo del King Vidor de La multitud (1928), desmitificación del sueño americano a través del choque entre un joven idealista y la dura realidad capitalista, y de El manantial (1943), crítica del sistema, desde la extravagante posición ideológica “objetivista” de Ayn Rand, autora de la novela y del guión, centrada en un arquitecto en lucha contra las convenciones sociales, los prejuicios y la cortedad de miras del establishment (curiosamente, tratándose del mismo director, desde una posición opuesta a la de La multitud, dado que Ayn Rand era una defensora acérrima del capitalismo y el individualismo en una línea que hoy muchos identifican con Trump y Elon Musk.

Podría decirse que el guión escrito por Brady Corbet y la actriz, guionista y directora noruega Mona Fastvold, su pareja y también coguionista de sus dos anteriores películas, une la visión crítica del capitalismo americano de La multitud con la figura del arquitecto enfrentado al establishment de El manantial, cambiando, eso sí, tanto su ideología como su concepto de la arquitectura (si aquel era seguidor de la arquitectura orgánica de Frank Llloyd, Wright, este lo es del brutalismo de Louis Kahn o Erno Goldfinger). Además de la sombra de King Vidor, de su poderío, su grandeza visual y su voluntad de hacer un retrato crítico total de los Estados Unidos, Corbet parece querer seguir también el díptico de Elia Kazan formado por la búsqueda del sueño americano en la extraordinaria América, América y su ruptura en El compromiso, y muy especialmente los pasos de la magistral Pozos de ambición de P. T. Anderson, la película americana más poderosa y creativa del siglo XXI (junto a El árbol de la vida) y quizás la vez que más cerca que ha estado el cine de alcanzar la Gran Película Americana. Pero no logra sus objetivos. La ambición creativa es un excelente estímulo para superar barreras y abrir nuevos caminos expresivos. A condición de que se tengan las gigantescas fuerzas creativas necesarias. Y Brady Corbet, aunque supera con mucho su filmografía anterior y no carece de talento, no las tiene en la medida necesaria.

La idea argumental es buena. Un prestigioso arquitecto húngaro ligado a la escuela de la Bauhaus y superviviente del Holocausto llega a los Estados Unidos, dejando atrás a su esposa y en condiciones de extrema miseria, en busca del sueño americano. Lo que se encuentra es algo muy parecido a la Depresión del 29: la gran crisis de la posguerra (1945-1947) a la que sucedió la llamada era de la opulencia (1948-1964) en la que Estados Unidos alcanzó estándares de bienestar y riqueza nunca conocidos.

El largo espacio temporal de la película abarca los dos momentos. En su llegada en plena crisis el arquitecto, vagamente inspirado en las figuras de los ya citados arquitectos brutalistas Erno Goldfinger, húngaro exiliado en Inglaterra, y Louis Kahn, estonio afincado, como el protagonista, en Filadelfia, vivirá en condiciones miserables hasta que su encuentro con un mecenas millonario cambie su vida, permitiéndole recuperar el ejercicio de su profesión pero también enfrentándolo a las convenciones y prejuicios contra su concepción de la sociedad y la arquitectura. En su tránsito de la persecución nazi a la opresión capitalista -exagerado eje ideológico de la película que tiende a unificarlos- se tendrá que reinventar en lucha con el entorno y consigo mismo.

En el guión, los diálogos incurren en el didactismo, los personajes son esquemáticos

El desarrollo en guión de esta buena idea argumental no está logrado. Los diálogos incurren en el didactismo. Los personajes son esquemáticos. El arquitecto, pese a sus humanas flaquezas y dependencias que le dan una cierta complejidad, es un ser tan atormentado como bueno, noble y luchador por sus principios éticos y arquitectónicos. El mecenas millonario y su entorno, como retrato del capitalismo, son una caricatura simplista. Y no debe olvidarse que una buena caricatura debe deformar su modelo exagerando sus rasgos para poner de relieve aquello que se quiere criticar o ridiculizar, pero sin simplificarlo. La interpretación de Adrien Brody calca el tipo, el gesto y la mirada del pianista de Polanski, como si no se hubiera enterado del cambio del gueto de Varsovia por los Estados Unidos -quizás queriendo el director mantener la correspondencia entre el creador víctima del nazismo y del capitalismo- y la de Guy Pearce como el magnate parece la parodia de un Charles Foster Kane venido a menos (lo que también se puede aplicar a las interpretaciones que Joe Alwyn y Stacy Martin hacen de sus hijos). También son más estereotipos que personajes con entidad el asimilado Atila (Alessandro Nivola), que se ha hecho americano en el peor sentido que la palabra pueda tener, y su esposa muñeca americana (Emma Laird), sus primeros y fugaces protectores tras su llegada a Filadelfia. Mucho mejor está Felicity Jones como la mujer del protagonista.

Formalmente la película pretende recuperar el formato de las grandes producciones de los años 50 y 60, cuando el cine luchaba contra la televisión con los grandes formatos -Cinemascope, VistaVision, Cinerama, Todd-AO 70mm, Ultrapanavisón 70 o MGM 65, todas con sonido estereofónico envolvente- y las superproducciones que excedían el metraje convencional se presentaban como óperas con obertura musical y dos partes separadas por un intermedio, cuyo precedente fue Lo que el viento se llevó en 1939. También recupera The Brutalist el sistema VistaVisión, creado por Paramount en los años 50, que DeMille llevó a su cumbre espectacular con Los diez mandamientos y Hitchcock a su cumbre expresiva con Vértigo. En este sentido lo mejor de The Brutalist, lo único que conserva y reproduce ese gigantismo épico del formato y la estructura de su larguísima duración en tres bloques -obertura, primera parte, intermedio y segunda parte-, es la extraordinaria partitura del compositor británico Daniel Blumberg quien, por cierto, sigue muy de cerca con su poderosa composición el innovador concepto musical y de aplicación dramática de la música a la imagen de Jonny Greenwood y P. T. Anderson en Pozos de ambición. En aquel caso con una absoluta correspondencia entre música e imagen. En este con un cierto desfase entre la amplitud y monumentalidad de la partitura y las imágenes. No carecen muchas de estas de fuerza visual gracias a la excelente dirección fotográfica de Lol Crawley, colaborador de Corbet en sus dos títulos anteriores. Pero no logran el efecto bigger than life (más grande que la vida) que se propone.

Interesante y con aciertos, pero exageradamente sobrevalorada, esta película da menos de lo que se propone y de lo que se ha dicho y escrito de ella. Como dicen los taurinos, tarde de expectación, tarde de decepción.

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