Entre dos niños y dos árboles
Sígueme edita en España 'Martirologio', los diarios del cineasta ruso Andréi Tarkovski, que recogen sus impresiones íntimas sobre el cine, la fe, la familia y los problemas con la burocracia soviética.
Martirologio (Diarios). Andrei Tarkovski. Sígueme Ediciones. Salamanca, 2011. 608 páginas. 24 euros.
Cuando están a punto de cumplirse 25 años de su muerte a los 54 años, la bibliografía española sobre Andréi Tarkovski (Zavraje, 1932 - París, 1986) no deja de crecer, muestra del interés renovado por un autor y una obra de apenas siete largometrajes (La infancia de Iván, Andrei Rublev, El espejo, Solaris, Stalker, Nostalgia y Sacrificio) que se sitúan entre las más importantes del cine moderno.
A la reciente monografía de Carlos Tejeda en la colección 'Cineastas' de Cátedra, el libro sobre su trabajo fotográfico (Fidelidad a una obsesión. La obra fotográfica de Andrei Tarkovski) editado por la Fundación Luis Seoane y el espléndido ensayo breve Andrei Tarkovski. La imagen total, de Pilar Carrera, en Fondo de Cultura Económica, se añade ahora la publicación de los diarios del cineasta, Martirologio, un generoso volumen que, junto a su esencial y varias veces reeditado Esculpir en el tiempo (Rialp), donde volcó su pensamiento estético y cinematográfico, conforma un corpus literario esencial para entender las circunstancias que rodearon su trabajo como cineasta.
Tarkovski comienza a escribir sus diarios el 30 de abril de 1970. Para entonces, es ya una figura consagrada del cine soviético, un Artista Nacional, tras haber ganado el León de Oro en Venecia (1962) con su primer largo (La infancia de Iván), y después de situar Andrei Rublev (1966) entre las mejores películas de todos los tiempos en las listas de la crítica internacional. Fruto de su segundo matrimonio con Larisa Egorkina, apenas cuatro meses después de comenzar estas notas nace su tercer hijo Andréi, asunto éste fundamental para entender el vínculo primario, la añoranza, el dolor y la angustia que invaden sus páginas a partir de 1982, cuando el cineasta se marcha a Italia, donde rodará Nostalgia, para no regresar ya nunca a Rusia, pendiente siempre del permiso de las autoridades soviéticas que nunca llega para dejar salir a su hijo y reunirse con él.
Porque es la nostalgia dolorosa de la Rusia perdida, la nostalgia de la madre, y un sentimiento trágico del destino, lo que preside buena parte de estas notas escritas en una prosa de urgencia, extraña mezcla de pensamientos sobre el arte y el cine ("cine es lo que puede crearse con los medios del cine y sólo del cine"), reflexiones profundas sobre el hombre, la fe y la espiritualidad, crónica de encuentros y amistades (Tonino Guerra, Antonioni, Abbado, Rostropovich, Sokurov, Paradjanov, Zanussi), anotación de lecturas (La Biblia, Séneca, Heráclito, Tolstoi, Dostoievski, Chejov, Pushkin, Thoureau, Valery, Mann, Montaigne, Lao-Tsé, Hesse, Bulgákov, Schopenhauer, Lorca), proyectos (El idiota, Ariel, La peste, Hoffmanniana, San Antonio, El Evangelio), viajes (por las diferentes repúblicas soviéticas, a donde solía acudir a dar conferencias o presentar sus películas, Italia, Berlín, Cannes, Suecia, Estados Unidos) y decepciones (muchas de ellas de carácter cinéfilo: a Tarkovski no solía gustarle casi nada de lo que veía), testimonio reiterativo y casi enfermizo de una amarga sensación de persecución y falta de libertad, pero también transcripción de cartas de cariño y admiración de amigos y espectadores, minucioso recuento de deudas, gastos, compras, precios y escasez de dinero, autorretrato algo vanidoso, canto de amor familiar y, en última instancia, legado para un hijo que, años más tarde, sería el encargado de anotar y editar los siete cuadernos manuscritos que Tarkovski guardó celosamente.
Tarkovski sabía lo que se hacía al llamarlos Martirologio, título que hace referencia a los procesos instruidos por las autoridades romanas contra los primeros cristianos que se negaron a ofrecer sacrificios al Emperador y a los dioses del Imperio. En efecto, Tarkovski se ve a sí mismo en estos diarios como un mártir, un poeta ruso (como su padre, Arseny) incomprendido y acosado por las directrices del "realismo socialista" y constreñido por la pegajosa y vigilante burocracia del régimen. Enfrentado constantemente a censores y funcionarios, también a sus propios compañeros de oficio (Bondarchuk, su particular bestia negra), Tarkovski se reserva para estos diarios un rechazo y una amargura íntima que no podía exteriorizar en un país donde reinaba el miedo y la sumisión, un país que le duele profundamente y al que ya no regresaría nunca.
Chris Marker filmó sus días de enfermedad y agonía en el exilio parisino. También la que, tal vez, fue su última alegría, el reencuentro con su hijo. En el ensayo al que irían a parar esas imágenes, Un día en la vida de Andréi Arsenevich, Marker pronunció las que tal vez sean las más hermosas palabras sobre el cineasta: "El primer plano de su primera película mostraba a un niño de pie junto a un árbol joven. En el último plano de su última película, a un niño tumbado a los pies de un árbol muerto. Uno podía considerar que se cierra el círculo, que es una señal de adiós. Pero cuando rodó ese plano, Andréi no sabía que estaba enfermo. Otro enigma más que cada uno descifrará a su manera. Algunos predican sermones, los Grandes lo dejan en manos de nuestra libertad. Cada uno decidirá por sí mismo si el Océano de Solaris existe, si la Zona de Stalker existe, si el Alexander de Sacrificio realizó un milagro o no. Cada uno encontrará su llave para entrar en la casa de Tarkovski, el único cineasta cuya obra se haya entre dos niños y dos árboles".
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