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Después de una docena de años alejado de aquellos internados del ayer -el sexto volumen de la serie Paracuellos había aparecido en 2003-, Carlos Giménez entregó a finales de 2016 la séptima entrega de este fascinante proyecto memorialístico, una evocación de su infancia en los centros franquistas del Auxilio Social en el que hizo confluir las experiencias de toda una generación de españolitos, la de los hijos y los nietos de los vencidos. A finales de 2017 llegó la octava entrega, que harán bien en leer conjuntamente con la anterior. El tiempo ha introducido un importante cambio de perspectiva, según confiesa el autor en la introducción a Paracuellos 7. Hombres del mañana (Reservoir Books): "[Al empezar esta serie] ante la incertidumbre de no saber cuántas páginas podría llegar a realizar y publicar -ni siquiera sabía si conseguiría verlas publicadas-, opté por comenzar a contar antes que nada lo que más interés tenía en dejar constancia: los malos tratos, el hambre, la sed, el fanatismo religioso...".
En estos dos nuevos volúmenes, en cambio, Carlos Giménez ha querido romper una lanza por cuantos se negaron a hacer de aquella España una tierra más inhóspita. Aquellas gentes que, como el señor Aurelio en la primera historieta de Paracuellos 8. Las madres no tienen la culpa (Reservoir Books), cogían a algunos chavales bajo su protección y les quitaban el hambre con algún mendrugo o, llegado el caso, se los llevaban a casa en verano o por Navidad para que no se sintieran tan solos. Individuos como Pepe Molina, el Hombre del Cine, que organizaba proyecciones en internados y hospitales de la provincia de Madrid para hacer más llevaderas aquellas existencias con todo en contra. No faltan -no podían faltar- mastuerzos como el instructor de Falange que abofetea, uno por uno, a todos los niños por haber entrado hablando en el comedor y que a mí me recordó a cierto maestro, un tal don Julián, que gustaba de endiñarnos reglazos en la palma de la mano por cualquier nimiedad. No faltan estos energúmenos, en fin, pero Giménez ha equilibrado el relato poniendo varios kilos de compasión en el otro fiel de la balanza.
Los tebeos que llenaban los ojos de aquellos niños de antaño son también protagonistas de estos dos álbumes. Había escasos motivos de felicidad y los tebeos eran un refugio personal e intransferible en donde muchos nos cobijábamos de la grisura reinante. El álter ego del autor, Pablito Giménez, un chiquillo que de mayor querría ser dibujante y que jamás se desprende de su colección de El Cachorro, unos tebeos que a los de mi generación nos llegaron en ejemplares manoseados, amarillentos, aún mantiene intacta su capacidad de asombro. En la primera historieta de Hombres del mañana, Pablito se juega el pellejo por recuperar un ejemplar de El Cachorro que otro crío ha arrojado por encima de las tapias del internado. Pablito estará a punto de sufrir una insolación, se quedará sin merienda y recibirá un coscorrón de una cuidadora por rescatar y defender su tesoro. En otra historieta, Pablito convence a sus amigos para hacer una editorial y publicar una revista como las de verdad, aunque luego ninguno cumpla los correspondientes encargos.
La infancia -la verdadera patria del hombre, según Rilke; una patria sin himnos ni banderas- es un territorio resbaladizo para el artista. Es difícil recrearla de manera convincente; se tiende a limpiarla de mocos, peinarla bien y ajustarle el cuello de la camisa en el momento de la fotografía. Para recrearla satisfactoriamente habría que resucitar al niño que fuimos, aquel niño que ahogamos en nuestro interior al crecer. Carlos Giménez ha mantenido dentro de sí un niño muy vivo que le permite dar vida a otros niños muy convincentes, ángeles caídos, niños terribles, encantadores unas veces; insoportables, otras. Debo confesar que siempre he sentido muy cercanos los infantes de Giménez, esos rapaces de ojos grandes como platos. Siento mía esa perplejidad suya. Siento míos sus deseos. Mías son sus debilidades. Son niños que conozco. Yo les he prestado tebeos y ellos me han prestado los suyos. Nos hemos peleado y nos hemos reído juntos. Hemos jugado en el patio del recreo. Ellos querían ser El Cachorro; yo, el Capitán Trueno.
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