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Nietzsche. La zozobra del presente | Crítica
'Nietzsche. La zozobra del presente'. Dorian Astor. Trad. Jordi Bayod. Acantilado. Barcelona, 2018. 576 páginas. 29 euros
Acusaba recientemente el psicólogo Steven Pinker, intelectual de calado y éxito donde los haya, a Friedrich Nietzsche de haber inspirado "el fascismo, el bolchevismo, el libertarismo radical aynrandiano, el supremacismo americano y los movimientos neonazis actuales".
Más allá de que la querencia nietzscheana de Ayn Rand no parece admitir mucha discusión, lo que la severa sentencia de Pinker nos lleva a preguntarnos, de la manera más sencilla y honesta, es si es posible leer a Nietzsche hoy día. Es decir, si podemos, por capacidad y por derecho, leer su obra abstrayéndonos de un paradigma político y filosófico dotado de suficientes estructuras, categorías y apriorismos como para que una afirmación como la de Steven Pinker ocurra.
Incluso, lo que cabría preguntarse es si tiene sentido leer a Nietzsche como un autor contemporáneo, como artífice de una obra que dialoga con nosotros, nos interroga y, de alguna forma, nos ilumina.
Lo curioso es que la misma posmodernidad que hunde sus raíces en Nietzsche es la que sostiene los argumentos que con mayor vehemencia vinculan al pensador con todo lo que hoy nos resulta más ruin y despreciable, lo que, por otra parte, ya anticipó el mismo filósofo.
Pero por esto precisamente resulta bien oportuna la aparición y la lectura de Nietzsche. La zozobra del presente, el ensayo del filósofo, germanista y musicólogo francés Dorian Astor (Béziers, 1973). Ante aseveraciones como las de Pinker, por lo demás compartidas de forma masiva dada la facilidad que reviste la adscripción virtual a las causas justas, independientemente de que falten más o menos a la verdad, su aportación merece ser recibida como auténtica agua de mayo.
En su ambicioso, voluminoso y esclarecedor libro, Astor pasa de largo por los aspectos biográficos de Nietzsche, habitualmente empleados por los hagiógrafos de turno para desvincular al maestro de los totalitarismos criminales del siglo XX (convertida ya la hermana del filósofo en chivo expiatorio ad hoc, por muy ciertas que fuesen sus simpatías nacionalsocialistas) para concentrarse en su pensamiento a la hora de dar respuestas; y semejante estrategia resulta no sólo innovadora (quién habría de decirlo, a estas alturas), sino pertinente a la hora de ofrecer, de hecho, una lectura de Nietzsche lanzada como un dardo al siglo XXI.
El autor recurre al diálogo con otros nietzscheanos de pro como Deleuze y Foucault para proponer su particular retrato de nuestro hombre, un Nietzsche que, aunque identificado en su juventud con la causa nacionalista, evoluciona de manera notoria (especialmente desde la publicación de Humano, demasiado humano y de su ruptura con Wagner, en quien había depositado sus mayores esperanzas respecto a la asunción de la tragedia como identidad de un nuevo nacionalismo que terminó siendo otra cosa, con la consiguiente decepción) hacia un paradigma bien distinto, entendido, claro, a modo de superación.
En la diatriba entre el Nietzsche reaccionario y el Nietzsche revolucionario, Astor, como Deleuze, recurre al empeño ahistórico del filósofo que sustituyó a la ensoñación nacionalista. Ya en obras como Aurora muestra Nietzsche su predisposición a evaluar el acontecimiento como acontecimiento, fuera de la mediación fraudulenta de la historia; y es aquí donde la filosofía nietzscheana constituye todavía un reto determinante, pues es de hecho la hegemonía más acrítica de la perspectiva histórica, o prohistórica, la que permite que se den conclusiones favorables a la figura de Nietzsche como inspirador de las tiranías.
Basta recordar la consideración que Nietzsche hizo de la educación como llamada permanente a la juventud (la misma juventud en la que también depositó sus esperanzas y con la que, a pesar de todo, y al contrario que con Wagner, nunca se sintió decepcionado) a la revolución, a la crítica infatigable de los dogmas y a la revisión determinante de los prejuicios para comprender, desde una posición ahistórica, hasta qué punto resulta baldía, falsa, interesada y necia la prefiguración del Nietzsche adorado por los verdugos populares del último siglo.
Pero tal vez la mayor dificultad para leer a Nietzsche en este tiempo tenga que ver con el éxito incontestable del que fue el mayor objeto de su crítica: la masa. Con proverbial vocación pedagógica (genial la referencia a las academias, así llamadas, en las que reciben su formación los aspirantes al éxito en los talent shows de la televisión), Astor se pregunta en qué medida tiene sentido hablar de la emancipación en términos nietzscheanos cuando el salto por encima de la cultura a cargo de la masa ha quedado definitivamente asentado.
El individuo sobre el que escribió Nietzsche (en La genealogía de la moral, sin ir más lejos) es un ser estético, dotado de la suficiente sensibilidad para darse cuenta. Coincide Astor con María Zambrano al interpretar el anuncio de la muerte de Dios (antes en Hegel) no como un arrogante canto de victoria, sino como un lamento o un grito ciertamente trágico: la muerte de Dios significa que el individuo estético tendrá muchos menos estímulos en los que detenerse, abocado al colapso urbano del que la posmodernidad se nutre. Y es aquí donde Nietzsche, hoy, nos requiere y nos incomoda.
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