Necesidad y alcance de lo nuevo

Renacimiento publica La aventura de las vanguardias en España, obra solvente y compendiaria del hispanista Paul Aubert, donde se analiza el vanguardismo español, en sus distintas expresiones y en sus diferentes épocas, como singular manifestación de una inquietud occidental, nacida en la segunda mitad del XVIII

Ramón Gómez de la Serna, heraldo del Ramonismo, en el Circo Price en 1923
Manuel Gregorio González

01 de septiembre 2024 - 06:00

La ficha

La aventura de las vanguardias en España. Paul Aubert. Renacimiento. Sevilla, 2024. 692 págs. 49,90 €

El propio término vanguardia establece un ámbito adelantado, una terra incognita de la creación, que implica cierto carácter combativo. En este sentido, lo vanguardista es tanto la conquista de un campo ajeno, como el establecimiento mismo de ese campo en disputa, cuya naturaleza dirimirán los diferentes itsmos. El profesor Aubert ha elaborado un amplio y compendioso estudio sobre las vanguardias españolas; estudio que no se ciñe a las primeras décadas del XX, sino que extiende su común origen a una inquietud europea que alcanza al siglo ilustrado, y cuyo crepúsculo, en la segunda mitad del XX, también se presentará con iguales características. Esto es, con una amplitud trasnacional, atenta a numerosas disciplinas, en la que el aspecto político juega un papel determinante.

Un fenómeno del XVIII fue la vinculación del arte, de su necesidad y excelencia, a la condición política en que se expresa

Las vanguardias, pues, en su doble faceta de heraldo de la novedad e intelección política de lo nuevo, deben vincularse a dos fenómenos del XVIII, también europeos: uno primero es el dilatado combate los Antiguos contra los Modernos, que proviene del siglo XVII, y en el que las vanguardias, mucho tiempo después, retomarán la defensa de lo moderno. Otro fenómeno, más importante acaso, es la vinculación del arte, de su necesidad y excelencia, a la condición política en que se expresa. La vinculación entre la democracia ateniense y la superioridad del arte griego, establecida por Winckelmann en su Historia del arte en la antigüedad, es la que explica el arte admonitorio y ejemplar de la Revolución francesa, encarnado en la pintura de Jacques Louis David. Es esta nueva función política del arte la que a través del siglo XIX recobrará su doble función, porvenirista y social, en las vanguardias que se manifiestan entre finales del siglo XIX y las primeras décadas del XX. Y es esta misma naturaleza del arte, nacida con el mundo contemporáneo, la que explica con facilidad la posterior adscripción de la vanguardia artística a las vanguardias políticas no democráticas: el comunismo, el fascismo, el nacional-socialismo o el falangismo.

En la obra de Aubert lo que se consigna es el modo en que las inquietudes sociales, las propuestas políticas y las manifestaciones artísticas se entrelazaron, para el caso español, desde la hora del 98 y su vago regeneracionismo, de carácter impolítico, hasta las vanguardias de posguerra, donde lo político vuelve a ser un espectro de compleja enunciación. En ese arco histórico quedan comprendidos el modernismo, el simbolismo, el ultraísmo, el futurismo y cuantos otros ismos (con mayor o menor celebridad, como el cubismo y el surrealismo), darán expresión concreta a las inquietudes de su siglo. Ello implica que en esta voluminosa obra se consideran buena parte de los nombres e instituciones de aquella hora española (Unamuno, Azorín, Valle, Cansinos, Ortega, Gómez de la Serna, Picasso, Zuloaga, Gris, y una infinidad de otros protagonistas, de Larra en adelante), recordando el carácter trasnacional, europeo y americano, de dichos movimientos, cuyo ejemplo más notable es el propio Rubén Darío, de relevancia suma en la difusión y formulación del modernismo. Que esta electrificación de la época quedara recogida en las obras teóricas de Ortega, d'Ors, Guillermo de Torre, Gómez de la Serna, Moreno Villa, Azorín, Bartolomé Cossío, etc, no hace sino mostrar más a lo vivo esta interconexión del pensamiento y la estética occidentales, desde la pintura de Monet a la filosofía de Bergson o la historiografía de Huizinga.

Por otro lado, no deja de insistir Aubert en el carácter novedoso, técnico y extrahumano que suele presentar la estética vanguardista, vinculada, de diversos modos, a la secuencia bélica que va desde la guerra franco-prusiana de 1870-71, a los dos grandes conflictos armados de la primera mitad del XX, entre los cuales se halla la Guerra Civil española. La forma en que el mecanicismo y la masa asoman al arte de vanguardia se evidenciará, por ejemplo, en el futurismo de Marinetti y en la Bauhaus de Gropius, dado el rubro impersonal, y la consideración de la producción seriada, como hechos propios de la sociedad presente/futura. La deshumanización del arte a la que aludió Ortega es, entonces, la referencia a otro tipo de humanidad, cuyos parámetros humanos, políticos y sociales son, ineludiblemente, otros. También los parámetros estéticos, siendo así que la emulación de lo “real” y la búsqueda de lo “bello” se verán desplazados por otras fuerzas -piénsese en el subconsciente- difícilmente determinables.

Benjamin y lo estético

En su “Introducción”, Paul Aubert recuerda el célebre juicio de Benjamin respecto a la estética de los totalitarismos; juicio según el cual, el fascismo supondría una estetización de la política, mientras que el comunismo consistiría en una politización del arte. Sea esto o no acertado, hay una evidencia que se desprende de cuanto afirma el pensador alemán: tanto en uno como en otro caso, fascismo y comunismo, el arte y la política son aspectos de un mismo proyecto social, de carácter revolucionario. Esto es lo que ya había formulado, de modo inextricable, la estética neoclásica auspiciada por Winckelmann, luego aceptada por la Europa y la América del XVIII-XIX, la cual llegaría a su ápice, un ápice que no excluyó el Terror, en la Francia que aplaude El juramento de los Horacios de David y se convulsiona con La muerte de Marat del mismo pintor, amigo de Robespierre y miembro de la Convención que decapitó a Luis XVI. Añadamos otro hecho, vinculado al anterior, que abre paso a las vanguardias. La crítica de Lessing a las tesis de Winckelmann, estableciendo los recursos propios de cada arte, será el fondo último sobre el que se alce el arte no figurativo que abre el XX.

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