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El nacimiento de la pobreza

El historiador Peter Brown explica en este ensayo el proceso por el cual la cosmovisión cristiana, al cabo de los siglos, se impuso en Occidente.

Reproducción parcial de 'San Jerónimo leyendo una carta' (1627-29), del pintor francés Georges de La Tour.
Manuel Gregorio González

13 de diciembre 2016 - 06:00

La ficha

'Por el ojo de una aguja.Peter Brown. Trad. Agustina Luengo. Acantilado. Barcelona, 2016. 1.232 páginas. 48 euros.

En algún lugar de su Decadencia y caída del Imperio romano, Gibbon define el Islam como "una religión de pastores". Con lo cual, si bien es fácil advertir el matiz despectivo, dichas palabras también encierran un olvido: el olvido de que tanto judíos como cristianos proceden de una tradición pastoril que Gibbon, con seguridad, no ignora. Es probable que el historiador inglés, hijo de la Ilustración y la Protesta, quisiera vincular su fe a la Antigüedad pagana, como ya había hecho la Roma del XV-XVII; vale decir, la Roma de Pío II, León X y Clemente IX. De hecho, y así nos lo recuerda Peter Brown, no será hasta el XIX cuando los inicios del cristianismo se nos presenten como una historia de los humildes, triunfantes sobre la Roma de los césares.

Lo que aquí se recoge es, pues, ese lento triunfo de la fe de Pedro sobre el vasto cuerpo imperial; y en consecuencia, la difusión del cristianismo en Occidente. Con un matiz de suma importancia, que se halla en el origen mismo de este volumen, y al cual van dedicadas las numerosas páginas de Por el ojo de una aguja, cuyo subtítulo nos indica ya la delicada materia que aquí se aborda: La riqueza, la caída de Roma y la construcción del cristianismo en Occidente (350-550 d. C.). Digamos previamente que, para Peter Brown, ni el cristianismo fue la religión de los excluidos en el Bajo Imperio, ni la Cristiandad será la continuación de Roma, sub specie aeternitatis. Para Brown, y así lo muestra con solvencia a lo largo de mil páginas, el cristianismo fue una religión urbana, extendida entre las clases medias, cuyo éxito -y cuyas consecuencias ulteriores- se deben a una particular concepción de la riqueza, que afectó a la estructura misma de la civilidad romana. Esto significa que el cristianismo no fue, sencillamente, la extensión de un credo foráneo sobre un organismo intacto. Significa, por contra, que su difusión supuso algunos cambios en la sociedad bajoimperial, que al cabo conducirían al mundo de la Edad Media. Y es a la naturaleza de estos cambios (una naturaleza que cabría llamar ideológica, conceptual y, en cualquier caso, de enorme influjo en siglos posteriores), a la que Brown ha prestado una atención particular, apoyado en los textos de tres grandes autoridades de aquella hora: Agustín de Hipona, Ambrosio de Milán y Jerónimo de Estridón; esto es, San Agustín, San Ambrosio y San Jerónimo.

Reproducción parcial de 'San Jerónimo leyendo una carta' (1627-29), del pintor francés Georges de La Tour.

Dichos cambios se refieren a la forma de concebir la riqueza y la caridad (la donación romana), que distinguen a la sociedad imperial de los fieles de Cristo. Para el patricio romano, la riqueza es signo de dignidad, un marchamo de su nobleza y de su alcurnia. Cuando ese patricio haga donaciones, las hará pensando en perpetuar su nombre y el de su estirpe, bien erigiendo monumentos perdurables (el amor civicus que embelleció los foros y ciudades de Occidente), bien convocando unos juegos circenses que extendieran su fama entre la plebe. Para el cristiano del Bajo Imperio, sin embargo, la riqueza era sólo un medio para socorrer al desvalido; y será la Iglesia, a través de sus obispos, la vía adecuada para ejercer este socorro. Con todo, no es la diferencia de destinos (el circo o los mendigos) la que separa ambas concepciones del dinero; lo que divide ambas formas de entender el oro, y que está en el origen tanto del Medievo como de los problemas posteriores de la iglesia, llegado el XVI, es la nueva realidad que alumbran los cristianos mediante sus reivindicaciones. Dicha realidad es el pobre. Un pobre que existe al margen o a la contra del ciudadano de Roma, y que en cualquier caso supera el riguroso ordenancismo del Imperio. Con esto quiere decirse que las donaciones del romano acaudalado iban dirigidas, sólo y exclusivamente, a los hijos de Roma. Y es esta salvedad, que circunda y estructura la sociedad imperial, la que va a derruir paulatinamente la caridad cristiana. Para San Agustín, patricio cristiano, la diferencia ya no está entre ciudadano y extranjero, sino entre ricos y pobres. Para el obispo de Hipona, más allá del derecho de ciudadanía, está el trémulo ejército de los desasistidos, cuya asistencia -y cuya propia existencia, hasta entonces ignorada- será la ocupación principal de la Iglesia posterior a Constantino.

Acabado el Medievo, este papel intermediario será el que escinda la Iglesia, tras las tesis de Lutero. Y será por las mismas fechas cuando la Iglesia de Roma se contamine de una paganidad dormida durante casi un milenio. Pero antes ha debido ocurrir eso que Brown narra minuciosamente en estas páginas: la disolución ideológica de la paganidad, obrada mediante una concepción agónica, transaccional, de la riqueza. Una riqueza, digamos utilitaria, de la que emerge, solemne y desvestido, el concepto y la rotundidad del pobre.

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