La música somos nosotros
Llega a España el nuevo ensayo del ex Talking Heads David Byrne, una reflexión poliédrica y antidogmática sobre los cambios históricos de los significados sociales de la música y de las formas de ésta.
Cómo funciona la música. David Byrne. Trad. Marc Viaplana. Reservoir Books / Mondadori. Barcelona, 2014. 384 páginas. 24,90 euros.
David Byrne, alma de aquel maravilloso experimento de cabeza, ritmo y corazón que fueron los Talking Heads, se preguntó una vez cómo es que su identidad ha estado siempre "atada a una cosa que es completamente efímera". Al mismo tiempo sabía, como reconoce en los agradecimientos finales, que "la estantería de biografía de rockero entrado en años está abarrotada"; eso al margen de que ese, sencillamente, no sería su estilo, dado que su obra entera supone una réplica lúdica y mordaz no sólo a la estética sino también a los automatismos heroicos y nostálgicos de la ortodoxia rock surgida de aquella confusa burbuja musical que fueron los 70. El caso es que ahí estaba esa pregunta. ¿Por qué la música puede llegar a ser -o no- una profesión, pero por encima de todo, mucho más allá de la gastada retórica, una forma de vida?
El resultado es este ensayo con vetas de autobiografía creativa, un libro de saberes claros, dispersos y cordiales, de tono a veces irónico, siempre mesurado, jamás solemne ni confiado a los odiosos e inútiles argumentos de autoridad, y repleto además de ideas fértiles y propuestas para debates apasionantes; aunque a veces también, ay, de una inteligencia un tanto fría pese a contener -como contiene- tantísimo amor por la música. En conjunto, lo que hace Byrne es proyectar una mirada desacralizadora sobre la manera en que experimentamos la música en esta y en otras épocas y sobre los significados sociales que ha ido adquiriendo (o perdiendo) a lo largo de la historia y por qué causas, así como al modo en que las innovaciones tecnológicas han determinado radicalmente, en cada época y desde el origen de los tiempos, no sólo esos hábitos sino también la forma y la sustancia de la música en sí.
Un pequeño problema del libro, o eso nos ha parecido, es que a veces, en su afán de rigor divulgativo, no encuentra el equilibrio entre lo que cuenta y el grado de profundización en eso mismo. Así, capítulos como Negocios y finanzas o Cómo se crea una escena, sin que dejen de tratar cuestiones y matices importantes, nos saben a poco viniendo de una personalidad tan audaz, tan desprejuiciada y tan experimentada. Algo similar ocurre en su extenso recorrido por la evolución de los distintos formatos de reproducción de la música, desde la primera grabación de sonido de la que existe constancia (1878) hasta nuestros días de música desmaterializada.
En esas mismas páginas, sin embargo, expone una idea que en distintas formas atraviesa todo el libro, algo así como la tesis central pero subterránea de Cómo funciona la música: "Por lo menos una vez a la semana voy a una actuación en directo, a veces con amigos, a veces solo. Allí me encuentro con otra gente. También suele haber cerveza. Después de más de cien años, estamos volviendo a donde empezamos. Un siglo de innovación tecnológica y la digitalización de la música han tenido el efecto involuntario de darle énfasis a su función social. No sólo seguimos dándoles a los amigos copias de la música que nos entusiasma, sino que valoramos cada vez más el aspecto social de la actuación en directo. En algún sentido, la tecnología musical parece haber seguido una trayectoria que acabará en su propia destrucción y devaluación. Triunfará completamente cuando se autodestruya. La tecnología es útil y conveniente, pero finalmente ha reducido su propio valor y ha incrementado el de las cosas que nunca ha podido capturar o reproducir".
En la lectura se percibe en qué momentos el autor deja de sentir el peso de la documentación y permite que su pensamiento se despliegue, asociando ideas. Son, por descontado, los mejores de este ensayo -por todo lo dicho ya- hasta cierto punto errático, aunque generoso en pasajes hermosos y muy inspiradores. El titulado Amateurismo es uno de esos que se antojan perfectos -pero no vamos a decir de obligada consulta porque nunca hemos creído en eso (y tampoco Byrne)- para colegios e institutos; eso en el remoto, improbable o milagroso caso de que a alguna institución pública le importara de verdad la formación musical de los ciudadanos. La demuestra Byrne -esa importancia- en unas páginas de profundo alcance político que tienen la elegancia de no necesitar nunca un tono aleccionador.
A principios del siglo XX el objetivo de la educación musical, al menos en Estados Unidos, era enseñar a los alumnos a hacer música. Desde hace mucho, ya sabemos que no sólo en ese país, lo que se enseña, en cambio, es a quién hay que admirar y esforzarse en comprender. El esfuerzo casi siempre merece la pena, no es eso lo que lamenta Byrne. El problema está en ese cambio de enfoque: del que escucha como creador potencial, al que escucha como consumidor pasivo; de la música como algo vivo, integrado en la experiencia cotidiana de la vida de uno mismo y de su comunidad, a la música como algo reglamentado y lejano cuya creación de verdad sublime queda reservada para los genios solitarios. Lo cual tiene una explicación evidentemente política en el ideario capitalista del individualismo exacerbado, aliado con factores de estrategia industrial y tecnológicos (el advenimiento a principios del siglo XX del tocadiscos y de la grabación como vehículo masivo y principal del hecho musical, lo cual es, en términos históricos, una enorme anomalía).
Claro que otras veces la tecnología es maravillosa. Hay quien por defecto se pone muy nervioso con ella, como si devaluara inexorablemente la propuesta de su creador o la hiciera menos auténtica. Y la música es música. Una obviedad que sin embargo no siempre se comprende a fondo, enturbiada por los prejuicios y las jerarquías en los que algunos pretenden encerrarla para después sancionarla como Gran Arte. Cabe la posibilidad de que estas mismas personas que condenan la bastarda tecnología disfruten del clasicismo arrebatado de Frank Sinatra, de Chet Baker, de los crooners que jamás hubieran podido sonar como suenan, íntimos, sensuales y acariciantes, como si susurraran al oído, de no ser por una serie de innovaciones en las técnicas de grabación hoy asumidas como naturales pero en aquel momento, de hecho, revolucionarias.
Antes de echar el cierre en alto, con un capítulo que abre con un precioso verso de Eliot ("Tú eres la música, mientras la música dura") y que dedica a la metafísica de la música -como dimensión consustancial al ser humano, como misterio que vibra en las leyes mismas del Universo-, el autor entrega páginas también felices cuando explica las circunstancias en que nacieron cimas absolutas de Talking Heads como Remain in light (1980), art-funk-rock con mentalidad punk, música tan vanguardista como accesible, tan política como bailable, o colaboraciones como la que realizó en 1981 con su amigo Brian Eno en My life in the bush of ghosts (1981), obra hipnótica en la que, como si fuera "una especie de relato de Borges o de Calvino", los dos jugaron a crear un documento sonoro de una civilización imaginaria y les salió una obra visionaria, que antes de la invención del sampler adelantó el paradigma estético combinatorio, de collage y cut'n'paste, que definió primero al rap y aún hoy a buena parte del pop contemporáneo en su acepción más amplia.
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