La música en danza de Anne Teresa de Keersmaeker
En medio de los ajetreos prenavideños fue un auténtico regalo sumergirse anoche en el inmenso escenario del Teatro Central. En éste, casi vacío a excepción de un piano y algunas sillas, la compañía belga Rosas, como siempre, consiguió crear una atmósfera aparte. Un mundo interno y sabiamente iluminado dentro del otro, más caótico y ruidoso, del exterior. Y con mucha, muchísima danza -¡qué placer!- junto a la música de tres grandes compositores: Bach, interpretado en directo por Alain Franco, Schönberg y Weber.
Con ellos y entre ellos, nueve bailarines se entregan a una danza muy individual al principio: cada cuerpo con su propia calidad, con sus obstáculos, con sus centros, aunque todos sobre la base de la espiral, del retorcer que diría Laban. Los hombres -estupendos en esta ocasión- se entregan a la velocidad en los prestissimi, a una energía casi incontrolada en algunos momentos... Pero, como siempre, lo que acaba por conquistarnos es esa escritura escénica que la Kersmeiker hace de los materiales de cada uno, la búsqueda constante del equilibrio en el espacio con salidas y entradas ininterrumpidas de todos los intérpretes, todos ellos, pianista incluido, situados siempre a uno u otro lado del escenario. En la última parte, el grupo entero se entrega al movimiento mientras el piano lo hace a El arte de la fuga de Bach. Hubo momentos mágicos en verdad y el público esperaba ahí el final de tan largo y complejo trabajo. Pero el siglo XX nos trajo, entre otras muchas cosas, la atonalidad de Weber y, más tarde, la danza sin concesiones de Anne Teresa de Keersmaeker; de modo que hubo de cambiar de nuevo el ánimo y entrar en una última dimensión. No decimos que sea un espectáculo amable, pero sí que su complejidad corre pareja a su gran belleza.
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