Origen y bien supremo
El murmullo del agua | Crítica
El nuevo ensayo de María Belmonte discurre sobre la simbología de las fuentes y el agua desde la Antigüedad al Barroco, hilando como de costumbre lecturas y experiencias de viaje
La ficha
El murmullo del agua. María Belmonte. Acantilado. Barcelona, 2024. 208 páginas. 18 euros
Ríos, arroyos, estanques, manantiales, pozas, cascadas, lagos o lagunas, las distintas formas del agua acompañan a la humanidad desde siempre y han dejado un rastro profundo que remite a los orígenes de la civilización porque en realidad los precede con mucho. Sagrada en todas las religiones e invocada en los mitos de todas las culturas, el agua es germen de vida e instrumento de purificación, dotado de propiedades mágicas o sanadoras. Es habitual que junto a las fuentes, elemento indispensable de cualquier locus amoenus, se erijan templos y santuarios, rodeados de jardines o de una naturaleza exuberante en la que no es difícil percibir la presencia de los dioses abolidos y recobrar la sensación de habitar un mundo recién creado, gracias al incesante ciclo que vincula las gotas de lluvia con la inmensa extensión del mar. “Pétalos del Océano” en la hermosa imagen pindárica, las fuentes representan la fecundidad y muchas otras cosas. De ellas nos habla María Belmonte en su nuevo libro, El murmullo del agua, un personal itinerario que como en sus anteriores entregas combina el ensayo, la historia cultural y las notas de viaje.
Después del sugerente preliminar, el recorrido se divide en tres partes referidas a las aguas clásicas, renacentistas y barrocas, pasando por alto las medievales puesto que la fuente de la que mana el discurso, aunque no dejara de brotar tras la caída del Imperio de Occidente, se remonta a la antigua Grecia. Al comienzo y al final, la autora transcribe el célebre inicio de la oda primera de las Olímpicas de Píndaro, Ariston men hydor (“Lo mejor es el agua”), que podemos leer también en el frontón de los remodelados baños romanos de la ciudad balnearia de Bath, una sentencia que como suelen recordar los estudiosos retoma la primacía del líquido elemento –no sólo origen, sino bien supremo– en la cosmovisión de Tales de Mileto. Aparecen las ninfas, hijas de Zeus, con su carga erótica o la más inquietante que exploró Calasso, la enigmática cueva de Arquedamos en Vari, junto al monte Himeto, o la fuente Castalia en Delfos, donde Belmonte narra el encuentro y la súbita complicidad con una viajera angloirlandesa que la acompaña en su ascensión al Parnaso. Si para los griegos, escribe la ensayista, el agua era un misterioso objeto de veneración, los romanos, llevados de su espíritu práctico, la convirtieron en símbolo de poder, disfrute y magnificencia. Habían heredado de los primeros y también de los etruscos técnicas ya muy sofisticadas, pero a partir de ellas lograron levantar un formidable entramado de termas, canalizaciones y acueductos. Roma, regina aquarum, está presente en la excursión de vecindad a Les Ferreres –el llamado Puente del Diablo, cerca de la antigua Tarraco– o en la emotiva estancia en el lago Como, asociado a los dos Plinios y a la exclusiva villa que lleva su nombre.
Ya en el Renacimiento, que recupera las humanae litterae y la cultura pagana, Belmonte evoca la Academia Platónica de Florencia, los cuadros de Botticelli, los jardines esotéricos –alimentos del alma, “símbolos de la armonía de la creación y del impulso que anima la vida”– y los espacios diseñados por ingenieros filósofos que rescataron del olvido a las divinidades acuáticas. Cuenta cómo adquirió un ejemplar de El sueño de Polífilo, en la soberbia edición de Acantilado, como homenaje póstumo a su editor fallecido, y recuerda sus visitas a las villas italianas y sus jardines, como los fastuosos e inextricables de Hipólito de Este en Tívoli. Tratando de la etapa siguiente, aborda la Roma del papa Sixto V y sus reformas urbanísticas en las que el severo paladín de la Contrarreforma, tan fiero en otros aspectos, demostró un gran “entusiasmo hidráulico”, llevado a su máximo esplendor con las obras de Bernini, “l’amico dell’acqua”, artista total que dejó un rastro imborrable en la Ciudad Eterna. Belmonte no deja de confesar sus prejuicios de juventud contra la estética barroca, en la línea de los expresados por Dickens o Ruskin y superados cuando aprendió a ver y apreciar el valor oculto entre la afectación o el efectismo. Toda la parte final, que concluye con un apunte sobre La gran belleza de Sorrentino, en la que cree descubrir un secreto protagonismo del agua, es un canto de amor a la Urbe y su singularidad inagotable.
Muchas historias confluyen en el libro, engarzadas con naturalidad y un buen gusto que no se interpone a modo de barrera, como ocurre a veces con los académicos presuntuosos o los conocedores exquisitos. Trufado de citas que revelan sus numerosas lecturas, pero también de recuerdos e impresiones directas sobre el terreno, el relato de Belmonte atraviesa los siglos y las edades con la prosa evocadora y elegante a la que nos tiene acostumbrados, vehículo de un filohelenismo que trasciende la erudición y la voluntad divulgativa y sabe convertir todo ese legado, actualizado a través de los libros o de los viajes, en estimulante experiencia de vida.
Cantan todavía
Las fuentes son “lugares mágicos y liminares” en los que reina una atmósfera especial, sobre todo si se sitúan –como ha escrito Belmonte otras veces, respecto a los sitios donde habita el genius loci de Vernon Lee– en lugares aislados y solitarios. Son “paisajes sonoros, musicales”, pero de hecho apelan a todos los sentidos. Son “naturaleza viva en movimiento” que ejerce su influjo también por lo que se presiente, ese “mundo subterráneo” que discurre a través de galerías y cavidades casi siempre inaccesibles, silenciosas salvo por el murmullo de las mismas aguas, inmersas en un “tiempo profundo” que se mide a escala geológica. Desde la fuente de la infancia en el popular parque de los patos de Bilbao –Doña Casilda, verdadero pulmón de la ciudad– a las muchas otras que ha visto en sus viajes y caminatas, la autora ha sentido predilección por ellas, y según cuenta recibió el impulso para dedicarles estas páginas de la lectura de un libro de Priestley donde el escritor y dramaturgo enumeraba, empezando por el regalo que supone contemplarlas o beber de sus aguas, los pequeños placeres de la vida. Sumada a la de los dioses que se fueron –pero “nos cantan todavía”, como leemos en el Juliano de Gore Vidal, citado por Belmonte– queda la melancolía por las fuentes desaparecidas, en un mundo recalentado y cada vez más seco que presagia una edad degradada e inhóspita.
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